Quantcast
Channel: El Signo Roto - Blog personal del escritor Germán Hernández
Viewing all 263 articles
Browse latest View live

Fundamentalismos de toda especie

$
0
0


Pensemos por un instante que los atentados en Bruselas el pasado 22 de marzo no son un acto perpetrado por terroristas. Imaginemos que en realidad las 30 personas asesinadas y las más de 200 personas heridas, no son víctimas, y que todo lo ocurrido responde a un plan superior, a una voluntad trascendente y metafísica, pero no me refiero a Alá, sino a Yahvé. En efecto, el omnipotente, omnisapiente y omnipresente  Yahvé de los judíos y cristianos en acción, sin que exista acto humano que se le oponga; así las cosas, lo ocurrido en Bruselas, aunque no lo comprendamos, es una acción divina, Yahvé así lo quiso para su honra y su gloria, todo tiene propósito.

Lo anterior es perfectamente posible si seguimos el mismo curso de razones que expone  la joven Daryl Cruz quien sufrió la amputación de sus piernas mientras presenciaba una carrera de “Picones” en la vía pública. "Al principio cuesta asimilarlo porque es una pérdida. Pasé de estar completa a esto, pero estoy segura de que Dios tiene un propósito para todo. No me puedo echar a morir, porque por algo estoy aquí",(La Nación) No importa la tabla de salvación a la que nos agarremos en el naufragio, el coraje y la voluntad de sobreponerse a la adversidad son cualidades muy humanas; pero nos aterra lo que más adelante agrega la joven  "La verdad no tengo pensado denunciar a nadie. Yo estaba ahí porque quería y esto me iba a pasar estando o no en un pique".¿Por qué le iba a pasar de todas maneras? Claro, no fue la acción imprudente de dos jóvenes que hacen competencias en la vía pública exponiendo su vida y la de cualquiera que esté en ese momento en la calle, tampoco que la joven, curiosa, en compañía de sus amigos y con permiso de los papás quisiera presenciar los “piques”, no, las acciones humanas no podían provocar o evitar lo que desde el inicio de los tiempos ya estaba escrito: Dios le cortó las piernas a la joven porque tiene un propósito, Dios hirió a 200 personas y mató a 30 personas en Bruselas porque tiene un propósito. Los ingenuos yihadistas en Brucelas no imaginaban que realmente servían a Yahvé, los jóvenes “picones” sin saberlo eran soldados de Dios sobre sus heraldos de hierro cumpliendo la voluntad divina…

Suponemos que también es voluntad de este caprichoso e insondable Dios que las personas tengamos que vivir bajo el yugo del terror que jalan parejo oriente y occidente, y que los asegurados del INS paguemos solidariamente la multimillonaria atención y rehabilitación de la joven Daryl Cruz por eventos que sinceramente pienso, se podían evitar.


Germán Hernández.



Descender de la Torre de Marfil - La poética de Gustavo Solórzano-Alfaro (Cuarta Parte)

$
0
0
Gustavo Solórzano-Alfaro (Fotografía de César Castillo Castro)


Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

Albert Camus
El mito de Sísifo

Después de contemplar el cosmos, de refugiarse en sí mismo en la comodidad de una torre de marfil, que como un “Aleph” revela simultáneamente la totalidad; la roca que el poeta empuja, oscila y desciende; el poeta debe seguirla, volver hacia ella, su obra es una piedra retornando al punto de partida una vez más, donde todo lo que estuvo claro, vuelve a ser difuso, la certeza de ayer se disuelve y no deja rastro como en aquel “Libro de arena”.

Inventarios mínimos es el cuarto poemario de Gustavo Solórzano-Alfaro, paradójicamente el más orgánico, y el más heterogéneo. Lo primero, por su atmósfera pesimista, por el aplastamiento de todo, de donde se confirma la fragilidad de la vida, y donde siempre, la imposibilidad de fijar la memoria, deja, ante su espectador un recuerdo imposible al cual regresar, pero, ante todo, el tedio del presente que mira hacia atrás a unas imágenes del pasado para siempre perdidas, distorsionadas y que quizá nunca existieron. Lo segundo, por la forma, por el registro y tratamiento en cada poema, es reconocible esa peculiar voz de Solórzano-Alfaro, pero ahora en prosa, o en poemas brevísimos, o en formas como el tanka y el hai kiu, o en el más llano objetivismo.

La primera sección de “Inventarios mínimos”, “Portones viejos”, abre con un poema de cuatro líneas (inusual en un autor cuyos poemas se derraman como ondas expansivas) Poema aglutinador si se quiere y que resume toda esta primera sección:

Infancia

La infancia es un patio de mentiras
un jardín cerrado con portones viejos
una niña que se mece en una hamaca
y un niño tonto que la mira y no le habla.

Por infancia aquí habrá que apelar al recuerdo de ella, lo que guardamos entrañablemente en la memoria, pero esa memoria, difusa, no es más que un patio de mentiras, es lo que elegimos, lo que quisimos guardar, y cómo quisimos recordarlo. La verdadera infancia es un jardín que está cerrado por los portones viejos del presente, de lo que somos, del cúmulo de vileza que somos y que no alcanza para llegar a la niña que se mese en una hamaca y nos hace ver como un niño tonto, que por más que quisiéramos, ya no podemos, ajenos para siempre, volver a ella, dialogar con ella.

Hay un reproche, la infancia que se quiere y la que se recuerda, por más acomodos, por más deseos de que calce en lo que la memoria quisiera registrar como verdadero. Pero nada es más vano que la memoria, esa sustancia es solo posible vivirla en el ahora, nos mira como a desconocidos, y por eso en los poemas “Retratos” y “Potreros”, la bipolaridad de dos destinos, o lo que humilla un buen recuerdo quema como una herida abierta, el hablante reniega y agradece, el hablante no se atreve pero quisiera que sus recuerdos fueran otros, los corrige, se miente y rectifica, los arregla, lo sabe, y al final su reproche:

Potreros

Fui un niño que corrió descalzo.
(Mentira: siempre tuvo zapatos.)
Rectificación:
Fue un niño que corrió por potreros
verdes y mojados.
Fue un niño con zapatos, con camisa,
con frijoles y cuadernos.
Nada de eso les reprocha a sus padres.
Solamente los potreros.
Solamente los potreros.

Y también los pone en contraste, los separa y los junta, casi envidioso, pero sincero, como en el poema “Retratos (De dos artistas adolescentes)”

Juntos aprendimos el dolor
de la primera mujer
del primer hijo
del primer trabajo
                y su nombre y su recuerdo
son preguntas que no obtienen respuesta.

….

Hoy escribo estas letras
después de haber perdido
tanto tiempo.

Merece ser destacado también “Petición (de un hombre muerto)” el cual propone de manera muy sutil el silencio y el olvido ante la muerte, su personaje no desea nada, aunque todos piensen que sí, ni siquiera sus recuerdos, tan solo las tardes en las tardes, una capa dentro de otra, penetrar en un espacio donde nada lo alcance:

Hoy a muerto un hombre.
“Era un hombre bueno”

A diario le preguntaban
a ese hombre
Qué quería.
“Nada
o casi nada”
solía responder,
aunque todos sabían que buscaba las tardes
en las tardes.

Y ante todo lo sentido y vivido, ante todo lo evocado, queda en evidencia que nada resistirá a la muerte, y reitera nuevamente su propósito: que al menos la muerte le sirva para irse sin dejar rastro.

Pero en realidad,
es muy posible que solo fuese miedo de morir.
A lo mejor no quería ser un muerto bendecido por todos.

….

Simplemente no quería que dijeran nada
que hablaran
que tuvieran tiempo de regocijarse o de llorar.

Quizá tan solo quería la tarde

En la segunda sección “Calles y puentes”, se combinan poemas en verso y otros en prosa, en algunos de ellos se suprime toda forma de puntuación, aunque puede ser arbitrario el uso de estos recursos, estamos eso sí, con la poesía más terrestre y llana del poeta, su yo lírico se convierte naturalmente en un personaje más que transcurre entre las bochornosas mareas de autos, y las calles; tal vez, y solo para enfatizar el tedio, los poemas indican horas, que más que representar un desarrollo sucesivo o cronológico de eventos, más bien suponen la inútil fijeza de las cosas que siempre se repetirá puntual cada día. De esta manera, en lugar de recorrer los estadios de lo onírico y la conciencia, nuestro poeta ahora transcurre en las calles, los supermercados, los puentes, las aceras y los parques...

“la niña sin pensarlo camina por el parque donde su madre la ha llevado a pesar de las últimas advertencias de un señor muy serio en la televisión que acusó a todos los habitantes de ser corruptos y tratar de atacar niñas pequeñas que hayan ido al parque llevadas por sus madres” en Parques (o resumen de noticias, 6:30 a.m. / 7:30 p.m.)

Pero para romper con la repetición de todo, porque así pareciera insinuarlo el autor, todo ha cambiado, en realidad lo mismo de ayer no es lo mismo, así lo constatan las últimas líneas del mismo poema en este delicioso juego plástico:

“los tiempos han cambiado pero solamente para los pobres
miserables
tiempos
idos” en Parques (o resumen de noticias, 6:30 a.m. / 7:30 p.m.)

Esta segunda sección “Calles y puentes” se constituye en un recorrido diario, en un relato de un día cualquiera, el poeta habla de sus horas muertas e inútiles al volante, lo que piensa cuando pasa bajo los puentes

“… al cruzar el puente sobre el río Virilla, ha fantaseado con que esa vieja construcción está a punto de ceder [….] se da cuenta que la edad de las edificaciones no guarda relación alguna con su posible caída, pues al pasar debajo de uno de los puentes nuevos de la otra rotonda de San Sebastián, tiene la sensación de que uno de ellos caerá cualquier día sobre él y aplastará sin remedio toda posibilidad de humanidad”  en Epifanía (en un puente, 7:00 a.m.)

La doble ironía, los puentes con toda su carga simbólica de unir y aproximar lugares, conceptos, vidas, ha pasado de maravilla moderna, de portentosa ingeniería a convertirse en amenaza, pero de pronto, no serán los puentes los que aplasten la humanidad, tal vez ni haga falta en medio de la fatalidad de estos poemas cuando el poeta:

“al sentarse en su escritorio
cuando intenta escribir
debe aceptar
que no son esos viejos puentes
los que están por derrumbarse” en Epifanía (en un puente, 7:00 a.m.)

Y ese derrumbamiento se confirma de ida y de vuelta, en lo que empieza a medio día, y avanza en el atardecer hasta la primera oscuridad, ese transcurrir por las calles, con todo es fijeza también:

Nada puede contra la brutal
detención de las calles
Observa ahora
-detenida a su lado-
una absurda hilera de vehículos rojos
sordos
torpes e infinitos
y se da cuenta
de que está encerrado en el tedio
….
Ya ha oscurecido
y la sensación del regreso
no es más que una broma macabra.

Estamos detenidos
absortos en las calles:
diminutos suicidad
que llaman a eso sustento.

Es fácil
-mientras esperamos nuestro turno-
darnos cuenta de que somos

miseria tras miseria

disparados contra el suelo.” en Calles (12 m. / 6:00 p.m.)

Otros eventos se dan cita en este itinerario, coros, siestas, suicidios, hasta cumplir con el ciclo semanal, hasta llegar al descanso dominical y las visitas necesarias de los recuerdos que ya no pesan, porque habitan conformes la memoria del que los evoca, domados y silentes…

“Sabe que su padre le reprocharía haber abandonado los estudios. Sin embargo, también imagina que está orgulloso de que su hijo sea un poetastro empedernido. Su madre, por otro lado, es una mujer hermosa, bendecida por la gracia de las lluvias, envuelta en tornasoles rojos e imposibles.

Hoy toca a la puerta de su casa. Nadie abre son fantasmas venidos a menos quienes habitan esas ruinas, perfectas e invisibles, donde cada tanto se detiene a descansar.

Son fantasmas –no lo saben- y se han olvidado de asustar.” en Visita (Dominical, otro día)


Fantasmas o sombras, son tópicos recurrentes en la poesía de Solórzano-Alfaro, mismos que se funden siempre con la memoria y su imposibilidad de fijar las cosas; de esta manera se ha ido formando este corpus. Llegando a la tercera sección del libro “El tiempo en los objetos” nos encontramos con los poemas menos orgánicos y más heterogéneos del conjunto, y pese a ello conservan su hilo, aunque la trama que los une sea casi invisible, y otra vez está ahí la sombra, como en el poema “Declaración”(a mi modo de ver un anticipo de lo que será el magnífico poema que cierra el libro “Posludio”) en que el poeta se ve a sí mismo como:

“pero tan solo una sombra más
entre las sombras.”

Y en el poema “Cosas” complementa:

“Ahora solo aspiro a reconocer
el tiempo en los objetos.
Saber que no son míos
y que yo mismo soy su sombra”

Y sigue también ahí el poeta oracular, impasible, insoportable y arrogante que declama como si contuviera en sus versos el cosmos:

“Cualquier reflexión
sobre el tamaño del mundo
es teoría vana.
El mundo no me alcanza.”(Música)

Pero parece que ocurre un descenso…

“He visto el paraíso.
Sentado en lo alto de la torre más alta
contemplé a los mendigos contra los ventanales,
me hundí con ellos en el polvo.” (Paraíso)

Ha caído, no desde cualquier torre, sino desde la más alta, se ha convertido en polvo, sus palabras ya no son cantos, sino burocráticos informes, vernáculos giros, coloquiales y sucias palabras que tiene que compartir con nosotros, tal como lo hace en el “Metafísica (de Autopistas del Sol)” las interrogantes y respuestas que se hace el autor son inquietantes:

“¿Eso quiere decir que los poemas no son materiales ni concretos, sino esencias metafísicas, trascendentales e ideales? ¿Y que los poemas no afectan a nadie? Yo pensaba que los poemas también eran materiales, y que debían estar bien hechos, y que afectaban a la gente.”

Y más íntimo, y uno de nuestros poemas favoritos de todo el libro “Arboles” y cómo no, y tal vez por la directa referencia (no sé si consiente o no por Solórzano-Alfaro) de Creamy la preciosa “Worl of Pain”:

“Desde esta ventana que vos no sabés que existe puedo ver los árboles en el jardín. Ellos sí saben cómo enfrentar el día, la lluvia, con sus ramas hechas polvo de tanto batirse contra el viento.
Uno se siente abatido cuando el sol atraviesa las hojas y cae como plomo en el zacate, donde los gusanos de seda tejen su camino desde una mitología que nosotros tampoco –no habría forma de que así fuera– sabemos que existe.”

Cinco poemas componen la cuarta sección del poemario “Si pudiera reirme del dolor”, aquí se amplifica la referencialidad, la metaliteratura, el cine, la animación, tal vez el menos logrado “Llorar” reúne todo eso, donde el autor en lugar de la familiaridad del texto aludido, “Cinema Paradiso”, prefiere la mención erudita, prescindible de Tornatore, luego a Dudok de Wit y a Fawzi Mellah, subordinando la experiencia del texto a la mención de su autor. Problemático quizá, hasta que llegamos a “Palimpsesto (A partir de Cavafis)” y es que para quien conozca a Cavafis, bien, reconocerá sobre los pergaminos la atrevida sobreescritura, pero no indispensable para un poema, que se basta así mismo.

En la quinta sección “Pájaros que inventan”tenemos tres “tankas” (mensajes secretos para los amantes en la poesía tradicional japonesa compuestos en estrofas de cinco versos de 5-7-5-7-7 sílabas) y veintisiete “haikus” (los tres versos contemplativos y yuxtapuestos cuya métrica es 5-7-5 sílabas) ¿Será que estas formas tradicionales de una lengua tan distante como el japonés operan de igual manera en español? Habría que realizar el experimento a la inversa y verificar que estas tankas y hikus al traducirse en japonés continúen siendo las milenarias formas que se pretenden; sea a sí o no, y que más bien rosen otras formas latinas sin pretenderlo, queda el gozo de la imagen en casos como:

3
El sol mañana
cubrirá la tristeza.
La luz suprema.
Fingirás ser el hombre
que calla en la distancia.

Ó

3
Cuando el silencio
encuentra tu mirada
detiene el mundo.

18
Un árbol viejo
Refleja sus raíces
En las ventanas.

27
He visto pájaros
que en su vuelo inventan
La eternidad.

¿Capricho entonces? ¿Puro goce, desorden, heterogeneidad? Así de huérfanas y orgánicas son estas pequeñas piezas, golosinas donde se atreve a saborear y compartir el autor de lo terrestre y de las presas matutinas.

En la sexta sección del poemario “Casa vacía” nos encontramos un conjunto de poemas que podríamos llamar “objetivistas”, ausentes de la tensión psicológica del yo lírico, son escenas, fotografías. Incluso fragmentos de ellas, como el caso de “Presagio”curioso poema que más bien parece el collage de varios poemas brevísimos, divergentes, aleatorios, abiertos, incluso hasta las arbitrarias cursivas del autor apuestan a esta especie de poema que costaría creer que fue compuesto como uno solo.

Obsérvese el texto tal cual:

“No acostumbro
desnudarme frente a otros.
Solamente cuando el rigor
Y la disciplina lo imponen
sé que puedo ser sadomasoquista.
Frente a vos,
mi niña de luto,
mi naranjo roto
y mi espejo intermitente,
beso el espacio
que tus piernas han dejado,
me sueño poeta
y caigo adolorido.
Y apenas el musgo sube por mi espalda
sé que es momento de regresar.
Las llagas,
los minutos,
las señales de la tarde,
los enigmas y sus muertes
son máscaras pequeñas
que habitan mi pasado.

Hoy sabé por fin si has muerto”

Léanse independientemente según mi división como poemas autónomos:

“No acostumbro
desnudarme frente a otros.

***

Solamente cuando el rigor
Y la disciplina lo imponen
sé que puedo ser sadomasoquista.

***

Frente a vos,
mi niña de luto,
mi naranjo roto
y mi espejo intermitente,
beso el espacio
que tus piernas han dejado,
me sueño poeta
y caigo adolorido.

***

Y apenas el musgo sube por mi espalda
sé que es momento de regresar.

***

Las llagas,
los minutos,
las señales de la tarde,
los enigmas y sus muertes
son máscaras pequeñas
que habitan mi pasado.

***

Hoy sabré por fin si has muerto.”

Cada componente por sí solo constituye un poema en sí mismo. Una escena, siguen dos poemas que son reflejos de sí mismo, “Mandarina” y “Poema”, básicamente son exactamente el mismo, donde además se lleva a cabo una interesante “inversión de sentido” relativo al fruto prohibido, pero concentrémonos en el primero de los dos, “Mandarina”:

“Corté una mandarina para vos, como quien compra frutas en la plaza. Corté una mandarina para vos, para ver tus ojos sin permiso, para oler tu cuerpo en la mañana. Estiré mi mano y la alcancé sin prisa. En una rama había un nido. Los pájaros picoteaban las hojas. Un trillo de zacate algo seco se abría paso. El árbol al lado mi casa. Un vecino que lo cuida. Los pájaros encuentran su descanso en ese árbol.

Corté una mandarina
para vos
cuando vos
ya no estabas.”

Es claro que la inversión de sentido respecto al “fruto prohibido” es que quién la ofrece es “él” y no “ella” como en el relato bíblico, hay una segunda inversión de sentido, ella está ausente. En “Poema” se plantea la misma situación:

“Extender los brazos / por la mañana
hasta alcanzarte
es un gesto digno / después de todo.”

Esta segunda versión del poema “Mandarina” (según yo) elimina los decorados y queda la interrogante en el segundo verso: “hasta alcanzarte” ¿A ella? ¿A la mandarina? Los siguientes poemas de dicha sección son “Escena”y “Mudanza” que vienen a reafirmar ese carácter escénico, que se limita a exponer nada más, queda en manos del lector hacer sus propias conexiones y tender los puentes.

La sétima y última sección “Lecturas pendientes” compuesta por un preludio, seis artes poéticas y un posludio, es seguramente la más unitaria y lograda del poemario, la que culmina este descenso desde la atalaya de la torre de marfil hacia el ras del suelo, hasta la definitiva confesión de propósitos y la reconciliación del poeta con su condición de hombre, no el que sublima los elementos, o los recompone trascendidos, sino la alquimia pobre de quien los experimenta.

El “Preludio (a modo de introducción)” es pues la ubicación, se escribe “contra el tiempo”, “en el silencio”, con la intención de que ese acto sea apenas “una transfiguración, un intento por borrar de la arena nuestros cuerpos”, “homenajes vacíos del amor”. El poeta escribe para reivindicarse a penas, ya no cree que sus palabras redimen o en su propia redención a través de ellas.

¿Pues de qué escribe el poeta? “de la única materia que poseo”, “como decir un ave en pleno vuelo” que es decir cualquier otra cosa, o esto o lo otro, parece no existir más espacio que para lo fáctico y lo evidente, no hay trasfondo ni trascendencia, pero sí vuelo, o sea, movimiento, parece decir el poeta en su “Arte (poética II)”.

Cuando el poeta se pregunta sobre qué es el poema, se responde que el poema es lo cotidiano “como si fuese un anuncio en las noticias vespertinas”, pues en el fondo, ahora que lo sabe “nada en el mundo merece la pena”, ahora reniega del antes, pues “a lo mejor, sin quererlo o con todo fervor, nos detuvimos a cantar sobre labios ajenos y olvidamos en el camino la piedra, los aviones y la tarde” no se trata de falso vanguardismo, sencillamente de lo terrestre y de lo inmediato, porque “un poema no es capaz de distinguir lo importante de lo superfluo. Sabe de ritos, de musas y de esperas, pero también debe saber de cuentas, recibos y filas en los bancos.” Estamos ante un manifiesto, el arte (poética) se vuelve catálogo de intenciones, arrebato, punto y aparte, y vuelve ahora sobre lo bizantino e inútil: “Hoy el periódico anuncia una baja en los combustibles y nos damos de golpes contra una rima asonante o una métrica imperfecta” todo lleva al desengaño: “Un poeta, lastimosamente, no reviste importancia alguna” y siendo así, “Entonces ¿qué podemos esperar de un poeta? ¿Qué podemos pedirle a los poemas?” (En este momento Sísifo está contemplando cómo su empeño rueda cuesta abajo). Pero este “Arte (poética III)” un poema estupendo, deja abierto todo, porque tal vez algo queda, algo se fija, en la poesía.

Y viene esta joya, “Arte (poética IV)” -¿Epigrama?- una apelación dulce, hiperbólica y como denunciando que también los escritores tienen su autoayuda, y su basurita generacional cuando Solórzano-Alfaro dice:

Tengo treinta y siete años
Y aún no he leído
Ni a Bukowski ni a Bolaño.
Apenas voy por Catulo y Villón.

Pero si de declaraciones y manifiestos se trata, “Arte (poética V)” es probablemente la más explícita, y que inevitablemente dialoga con una especie de “creacionismo” reconceptualizado:

“La palabra “suavidad”
Como una forma o una idea.
Más que decirla escribirla
sin necesidad de juntar sus letras
Pero que esté ahí y pueda sentirse.
Escribir como si un árbol diera frutos.
Sin más razones que las necesarias”

Y abruptamente, el poeta que camina como un peatón comprende, se cura en salud, se inmuniza contra toda pretensión, algo tiene claro cuando afirma en su “Arte (poética VI)”:

“No tengo ningún círculo.
No pertenezco a ningún grupo.
La posteridad me olvidará
como ha olvidado casi a todos
igual que ha olvidado este lugar común.”

Con todo claro, en el “Posludio (El poeta, a modo de conclusión, pide disculpas)” y ya hermanado con el mundo, firme e íntegro, pide disculpas por ser un burgués, por tener un trabajo estable, casa propia, carro, pide disculpas por haber tenido una buena infancia, una buena familia, una buena vida, en general “Mi vida no representa nada digno de ser contado” por eso,

“Pido disculpas
Entonces
Por pretender a veces
Que mis poemas
No se parezcan a la vida

El descenso está completo, vivir y escribir nunca volverán a ser lo mismo, lo primero es lo que es, lo segundo es el afán, la rebeldía, aunque se sepa el destino, no importa, nuestro Sísifo levanta la vista hacia la cumbre  de la montaña, y retoma su obra, cuesta arriba, digno y dichoso.


Germán Hernández

Aquí puede leer la primera parte: Descender de la torre de marfil (Primera parte) 
Aquí puede leer la segunda parte: 
Descender de la torre de marfil (Segunda parte)
Aquí puede leer la tercera parte: Descenderde la torre de marfil (Tercera parte)


Ottón Solís, y su ridícula defensa de las especies en peligro de extinción

$
0
0
Diputado Ottón Solís Fallas


"El gallo de pelea es genéticamente hecho; lo hizo Dios, o la evolución, o Darwin o la naturaleza para pelear.” Diputado Ottón Solís Fallas (En La Nación).

“El proyecto de ley tal como está, prohíbe la crianza, hibridación y otras, y eso significa exterminar los gallos de pelea, porque estos animales son hechos para pelear. Es único entre los animales, los perros son creados genéticamente, por eso detesto las peleas de perros. Hay perros o toros que pelean, pero lo hacen por sexo o por hambre. El gallo de pelea sí lo hace naturalmente, los pollitos a los tres meses ya pelean. Yo he visto decenas o miles de peleas de gallos. Eso sí me opongo a las peleas de gallos donde existen apuestas” Diputado Ottón Solís Fallas (En Diario Extra).

Relativo al debate en el plenario Legislativo del proyecto de “Ley de Bienestar Animal” que penaliza la crueldad hacia los animales, el pasado jueves 31 de abril, el diputado Ottón Solís Fallas (El del partido del cambio y paladín de la ética), manifestó que el no votará a favor de dicha ley, pues prohíbe y penaliza la crianza y las peleas de gallos y que por ello estarían en peligro de extinción.

El diputado argumenta que estos animales están genética y naturalmente dispuestos a pelear, es su destino, es la voluntad de Dios o de Darwin (supongo que lo dice así para que sin importar la confesionalidad de cada quien, quedar bien con todos).

Además, nos advierte que estas criaturas desde que son pollitos pelean, es su predisposición. Por eso, según Ottón Solís Fallas, (Como si fuera un doctor en teología tomista considera que) prohibir la crianza y las peleas de estos animales va contra natura, y es condenarlos a la extinción, de verdad que nos conmueve la cínica sensibilidad ambiental del diputado.

Y afirma, como argumento de autoridad y juicio de experto que él ha visto miles de peleas de gallos, y con moralina barata señala que él a lo único que se opone es a que en dichas peleas se realicen apuestas.

Hay cosas que el diputado no dice, por ejemplo, que estos animales son cuidadosamente seleccionados por sus criadores, reciben cuidados muy especiales y hasta los entrenan, el principal incentivo de esto es lucrar al venderlos o ganar en las apuestas y el mórbido placer que les produce al ver a estos animales matarse entre sí, los gallos no nacieron con navajas en sus espolones, estas navajas se las ponen los galleros para que los animales “natural y genéticamente” se apuñalen y se destrocen hasta la muerte.
 
Espuelas para que los gallos se apuñalen y se maten entre sí
teológica y darwinianamente según el diputado Ottón Solís Fallas.
Pero claro, seguramente yo digo estas cosas por ser un tonto citadino que no entiende nada sobre la vida rural y campesina, y tampoco entiendo nada sobre el "valor artístico", y el "patrimonio cultural" y la "identidad de los pueblos" que disfrutan y lucran con estos inofensivos y lúdicos espectáculos como son poner a dos animales a pelear a muerte y hacerse pedazos. Y seguramente tampoco entiendo nada sobre lo que la acción humana le hace a la biodiversidad en la tierra y cómo la amenaza. Pregunta estúpida: ¿No es cierto que los gallos de pelea son aves domesticadas? ¿Se pelearían a muerte si fueran aves silvestres?

¡Pero sorpresa! Desde 1922 en Costa Rica las peleas de gallos están prohibidas, la ley persigue estas actividades y las sanciona, por ello toda instalación y actividad relativa a las peleas de gallos es clandestina e ilegal, y resulta que Ottón Solís Fallas ahora paladín y defensor de las especies en peligro de extinción amenazadas según él por proyectos de ley como “Ley de Bienestar Animal” ha participado en decenas, en miles de estos espectáculos ilegales, y al no denunciarlos encubre a los perpetradores de estas actividades ilícitas, por lo que se ha hecho cómplice de ellos que si bien no son “delitos” sí son contravenciones, me pregunto estúpidamente: ¿Qué será lo que dice el código de ética de su par-tido, caballito de batalla del diputado Ottón Solís sobre su confeso accionar? Supongo que tal vez haría bien en hacer lo propio como indica su iniciativa de ley estrella: C.E.R.R.A.R. (la boquita), y renunciar.


Germán Hernández

Y aquí la obra de Dios o de Darwin al final de una divertida y lucrativa jornada.


La vuelta al mundo en ochenta días - Julio Verne

$
0
0


No siempre, pero algo hermoso ocurre cuando releemos un texto después de mucho tiempo, después de décadas, de cuando éramos otros, en este caso un niño de doce años que apenas estaba agarrando el gusto al hábito de leer. Fue “La vuelta al mundo en ochenta días” de Julio Verne, fue una lectura sesgada, traspasada por la resonante presencia de la película homónima que había visto poco antes, monumental, por cierto, y que definitivamente marcaría entonces y ahora el rostro de Phileas Fogg con el de David Niven y de Jean Passepartout con el de Mario Moreno “Cantinflas” (quien arrebató el globo de oro a nada más y nada menos que a Marlon Brandon). Pues así fue nuestra primera lectura, ingenua y fascinado por un libro exótico, que hablaba de mundos que me parecían fantásticos e irreales.

De la película homónima de 1957, Mario Moreno "Cantinflas" interpretando a Jean Passepartout, Shyrley MacLeine interpretando a la princesa Aouda y David Niven interpretando a Phileas Fogg. 
Regresar ahora sobre esta novela fue simple azar, hace un par de años en una Feria del Libro, una multitud de muchachos y muchachas contratadas por una librería repartían con fines promocionales obsequios y a mí me tocó el susodicho libro, una sencilla edición de bolsillo. Así volvió a mis manos esta novelita encantadora que al llegar a casa la puse en la cola de libros por leer hasta que le llegó su turno.

¿Qué más puedo agregar? El texto inmóvil como un ladrillo en la pared de mi biblioteca cobra vida otra vez, el argumento es el mismo, el flemático, solitario y excéntrico Phileas Fogg, señor de sus rutinas, de su obsesiva puntualidad acaba de contratar a su nuevo sirviente Jean Passepartout quien lo acompañará ese mismo día cuando su amo se comprometa con sus colegas del Reform Club en una onerosa apuesta que consiste en dar la vuelta al mundo en sólo ochenta días.  Ocurre que el mismo día de su partida ha ocurrido un robo de cincuenta y cinco mil libras en el Banco de Londres, todas las sospechas caen sobre Fogg, y sin saberlo lo seguirá en su trayecto el detective Fix. Todo lo demás y su exquisito desenlace será obligación del lector desentrañarlo.

En mi caso, ya que hablo de una novela de la que ya sé de qué va, la delicia de la relectura consiste en encontrar todo aquello que antes no podía y no vi.

Afiche de la Película La vuelta al mundo en ochenta días de 1957
Me resulta irresistible en esta segunda lectura señalar algo que se me hizo más que evidente, y seguramente muchos lectores más lo habrán notado, me refiero al paralelismo que existe entre Phileas Fogg y el Quijote y de Jean Passepartout y Sancho… Por un lado la locura, la apuesta fuera de todo sentido común, la extravagancia de tomarla de un pronto a otro por parte de Fogg, es semejante a la locura del Quijote, y cómo no, nuestro protagonista encuentra su Dulcinea, incluso hasta es capáz de rescatarla de la muerte, la princesa Aouda (y desde luego para mí será por siempre el rostro de Shirley MacLeine), pero seguramente el momento más hermoso es la transformación que experimenta Passepartout, su “sanchificación”, ese sujeto itinerante que por fin cree encontrar la tranquilidad que solo proporciona la rutina, súbitamente es llevado a recorrer el mundo… escéptico al principio, no deja de ser conmovedor el momento en que asume su propio compromiso con su amo:

“Me parece oportuno dar a conocer algunos pensamientos que ocupaban el ánimo de Passepartout. Hasta su llegada a Bombay había creído, y podido creer, que las cosas pararían allí. Pero ahora, desde que avanzaba a todo vapor a través de la India, un cambio se había operado en su espíritu. Su temperamento reapareció con presteza. Volvía a encontrar las ideas fantásticas de su juventud, tomaba en serio los proyectos de su amo, creía en la realidad de la apuesta y, por consiguiente, en aquella vuelta al mundo y en aquel plazo de tiempo que no podía sobrepasarse. Incluso se inquietaba ya por los posibles retrasos y por los accidentes que pudieran sobrevenir en ruta. Se sentía interesado en la apuesta, y temblaba ante la sola idea de que había podido comprometer el éxito de la empresa el día anterior con su imperdonable estupidez. Por otra parte, menos flemático que Phileas Fogg, estaba mucho más inquieto. Contaba y recontaba los días transcurridos, maldecía las paradas del tren, lo acusaba de lentitud y censuraba in petto a míster Fogg por no haber ofrecido una prima al maquinista. No sabía el pobre muchacho de lo que era posible en un buque de vapor no lo era en un tren, cuya velocidad estaba reglamentada.”

Julio Verne
¡Y cómo no! ¿Acaso no resulta imposible comparar al detective Fix (más bonachón y menos siniestro) con el Inspector Javert de Los miserables de Victor Hugo? ¿Acaso su obstinación y ética kantiana no los lleva a ambos hasta las últimas consecuencias, desafortunadas en ambos casos?

Imposible leer esta novela ingenuamente, pertenece a una época y a una visión de mundo en que el colonialismo británico es visto con toda naturalidad, incluso habrá pasajes que nos resultarán chocantes sobre la manera en que los occidentales juzgan al resto de mortales. Pero estando advertido de ello, nada impide disfrutar de esta sabrosa aventura. En particular, me fascina ese momento en que el autor, con sencilla sutileza introduce el asunto de la “guerra del opio” en China, y que nos lleva a constatar en el presente que el llamado narcotráfico tuvo su semilla justamente en la Corona británica y que sus capos de entonces eran considerados respetables hombres de negocios. Leamos:

“Fix y Passepartout comprendieron que habían entrado en un fumadero frecuentado por esos miserables estúpidos, degenerados idiotas a quienes la mercantil Inglaterra vende anualmente más de diez millones de libras esterlinas de esta funesta droga llamada opio. ¡Tristes millones, los conseguidos a costa de uno d los vicios más funestos de la naturaleza humana!

El gobierno chino ha procurado remediar este abuso mediante severas leyes, pero su esfuerzo ha resultado vano. De la clase rica, a la cual estaba reservado el consumo del opio al principio, el vicio ha descendido a las clases inferiores, y sus estragos no han podido ser contenidos. Se fuma opio en todas partes y a todas horas en el imperio chino. Hombres y mujeres se entregan a esta pasión deplorable; cuando se han acostumbrado a las inhalaciones, ya no pueden prescindir de ellas, porque experimentan horribles contracciones en el estómago. Un buen fumador puede consumir hasta ocho pipas diarias, pero muere en cinco años.”

Germán Hernández


Descarga la novela en formato epub en el siguiente enlace: La vuelta al mundo en ochentadías


J.M. Coetzee – En medio de ninguna parte y la Edad de hierro

$
0
0
J.M. Coetzee


John Maxwell Coetzee, nació en Sudáfrica en 1940, su vida ha sido itinerante e inquieta, por lo que ha sido un largo recorrido por el mundo sajón, desde Estados Unidos, Inglaterra, hasta Australia, donde adoptó su residencia y nacionalidad. Polifacético, también ha sido y es traductor, programador informático, lingüista, crítico literario, académico, narrador, y por supuesto, en este último campo, premio Nobel de literatura en el 2003 a la tierna edad de 63 años.

Con todo, su obra se inserta en la realidad del complejo mundo del Apartheid, y en el caso de las dos novelas que reseñamos aquí, cabe decir que su obra es mayormente alegórica, sus personajes representan más el entrañable espíritu de su grupo, de su etnia, que así mismos. Particularmente en In the Heart of the Country (1977) mal traducido su título en español como “En medio de ninguna parte” y en Age of Iron (1990) “La edad del hierro” dos novelas publicadas con 13 años de distancia entre sí, pero que comparten varias cosas, sus protagonistas y narradoras son mujeres blancas, la narración transcurre en primera persona, la primera escribe una especie de diario, la segunda una larga carta a su hija, así que ambas novelas pretenden discurrir desde una visión de mujer. En la Edad del hierro, la señora Curren está muriendo de cáncer, y escribe una larga carta a su hija que ha migrado hacia Estados Unidos, inútilmente, pues no tiene certeza de que sus notas lleguen a ella, pues ha confiado como mensajero de su misiva al señor Vercueil, un indigente alcohólico que recién ha encontrado junto a su casa y que se inmiscuirá desapegado y distante en su vida. Por otro lado, En medio de ninguna parte, Magda en su diario, se refiere a su mortificante vacío existencial, a su falta de propósito en todo hasta que hace la prueba con el medroso Hendrick. Asfixiantes ambos textos, tediosos, la confesionalidad de ambos nos amarga, bien entendidos, estos son los méritos de ambos; dadas las circunstancias en que se desarrollan y la coyuntura de su Sudáfrica fracturada en el momento en que se escriben, la lectura se vuelve complicada hoy, es poco lo que se puede rescatar de ambas desde un punto de vista testimonial, por lo tanto, lo que queda es el sustrato humano.

En medio de ninguna parte, somnífera hasta la segunda parte, se expone a Magda su protagonista desde su virginidad, su infertilidad, y su incapacidad para dar o recibir afecto hasta el total aislamiento del mundo, y la incomunicación. Habrá que tender una licencia al autor, pues Magda se expresa más como un Doctor en Filología y Filosofía que como la campesina ignorante que pretende ser.

En paralelo, la señora Curren está muriendo, al menos su relato es más creíble, ella sí es Catedrática en Filosofía, pero igual coincide con “En medio de ninguna parte” en su incapacidad de comunicación, de transformar su entorno, el abandono está presente, como en la imagen de la conejera en que los animales murieron de hambre y descuido, análoga también con la de los corderos que murieron de igual forma en la otra novela. Será que estas mujeres solas, moribundas e infértiles representan la Sudáfrica blanca del Aparheit, incapaz de construir una nación, de parir un mundo nuevo, en fin, una interpretación fácil y clisé, poca cosa que decir, para unos personajes que por su derrumbamiento tampoco logran la empatía y el apego de este lector.


Germán Hernández.

Descarga aquí "En medio de ninguna parte" en formato epub.
Descarga aquí "La edad del hierro" en formato epub.


Agatha Cristie – Ocho casos de Poirot

$
0
0


En realidad se trata de nueve casos, sutil extravagancia editorial o de la autora, una buena muestra de su estilo narrativo, y una oportunidad para quien quiera sumergirse en las aventuras del infalible, bigotudo, vanidoso y genial Hércules Poirot, el detective belga, héroe de una saga de 33 novelas y 50 cuentos y así poder conocer los métodos mediante los cuales resuelve sus casos.

Hay que recordar que después de Shakespeare y la Biblia, la obra de Cristie es la más traducida y la más vendida de la historia, por ahí se dice que sus novelas han vendido más de dos mil millones de ejemplares, al punto que en algún momento sus novelas fueron consideradas como el “mayor producto de exportación inglés”. Tal es la devoción por la autora y sus personajes, (y el dinero que genera) que en 2014 los herederos de esta autorizaron el retorno del detective Poirot, con la entrega  “Los crímenes del monograma” escrita por Sophie Hannah (como que ahora el oficio de ghostwriter ha dejado de ser oculto y estigmatizado negativamente, sino pregúntenle a los herederos de Stieg Larson y a las editoriales con respecto a la cuarta entrega de Millenium)   

La joven Agatha Cristie.
La autora fue miembro del selecto “London Detection Club” la famosa “escuela inglesa” la de la novela enigma, a esos casos que solo la mente y “las células grises” del detective puede desentrañar cuando todos los caminos fallan, la fórmula es eficaz y se repite siempre, las pistas sutiles y a la vista del lector y del inseparable Arthur Hastings (ayudante de Poirot, aunque tan discreto y con una presencia tan etérea que casi se puede pensar que es en realidad un amigo imaginario del detective) pero al final, solo el detective es capaz de verlas y resolver el crimen.

En cada novela o cuento, los ambientes burgueses, de aristócratas matando aristócratas con el exótico refinamiento inglés nos atrapa, pero tampoco nos embelesa; los móviles (herencias, maldiciones, venganzas) y los medios (el envenenamiento es el preferido de la autora) son clisés del género, aunque entretienen, que es a fin de cuentas el único fin de esta hábil escritora, que sin ser mi favorita, la venero por sus inapelables méritos.

Germán Hernández.


Comience a leer a Agatha Christie y las aventuras de su detective Hércules Poirot en formato epub descargándola aquí: Ocho casos de Poirot 


El caso de la esposa bígama - Erle Stanley Gardner

$
0
0


En el género policiaco, detectivesco o también llamado negro (con toda su generosa amplitud) la delimitación siempre termina siendo estrecha cada vez que surge algún autor innovador que logra ampliar el espectro las posibilidades de la investigación criminal, tan solo con mencionar un título como “El plazo expira al amanecer” de William Irish, nos damos cuenta por donde va el asunto.

Quizás la nominación del género más apropiada entonces es la de los norteamericanos quienes la llaman “crime fiction” tan amplia para que todo lo criminal quepa en ella, y sin toda la subtrama sociológica que se le quiere achacar por comodín o por criollismo.

Uno de esos autores capaces de reinventar el género contando lo mismo una y otra vez es Erle Stanley Gardner y su mítico personaje Perry Mason, ¿detective, policía? No, abogado criminalista. Su fórmula es sencilla, un sujeto cualquiera es víctima de las circunstancias y es inculpado de un crimen siendo inocente, Perry Mason toma el caso y no solo logra su absolución en el estrado, sino también encuentra y desenmascara al verdadero culpable. Simple, sin embargo, en su momento causó furor, vendió más de cien millones de ejemplares solo en USA, fue traducido a más de dieciséis idiomas, dictaba a sus cinco secretarias hasta dos novelas simultáneamente para un saldo de más de ochenta entregas solo de Perry Mason.

Erle Stanley Gardner
Por si todo esto fuera poco, su personaje inspiró 25 largometrajes para televisión y dos series televisivas, la primera de 1957 a 1966 y la segunda de 1973 a 1974; dando un rostro inconfundible al abogado con la interpretación del actor canadiense Raymond Burr y a sus colaboradores, la más que secretaria Della Street interpretada por Barbara Hale y del investigador Paul Drake interpretado por William Hopper. Con todo, su estilo es lineal, sexista (Gardner está obsesionado con las piernas de sus personajes femeninos) y estereotipado, pero intenso, entretiene al máximo.

En el caso de la esposa bígama (The case of the bigamous spouse) impreso en 1961, el bígamo realmente es su esposo, el autor logra mantenernos hasta la última página en vilo, y cuando parece que el infalible abogado lleva todas las de perder (esto también es parte de la magia de la saga) desentraña al culpable.

Quien rescate del olvido y el tiempo al implacable abogado, Stanley Gardner debe saber que este en su momento constituyó el “Tribunal de último recurso” un equipo de expertos en medicina forense, psicología y criminalística cuyo afán era defender a personas injustamente condenadas; o bien, al otro abogado, Perry Mason, paradigma de todos los dramas del cine, la televisión y la literatura sobre abogados.

Germán Hernández






El tiempo no se sucede – Charpan

$
0
0


Revolcando los bloques pétreos de esos libros que solo ocupan espacio en las estanterías de las compra-ventas, de vez en cuando nos encontramos alguno que despierta nuestra curiosidad, le desempolvamos el olvido y conforme lo espabilamos va cobrando aliento al leerlo…

Eso me ocurrió hace unas semanas cuando me encontré este poemario, “Breves eternas permanencias” de un tal Charpan, de quien no tengo idea quien sea, ni qué fue de él o su obra posterior, la mínima y rutilante autobiografía en la contraportada tampoco aclara mucho:

“Charpan nace de Alberto y Betty del planeta tierra en el Sistema Solar. El 6 de marzo de 1947. Quepos junto a la mar y sol en piscis.
Estudia en la escuela en el liceo en la universidad.
Escribe en poesía la verdad del alma.
Estas breves eternas permanencias constituyen su primer poemario. Hace publicaciones en periódicos y revistas y recitales.
En el año 1966 asiste al primer Congreso de Escritores Centroamericanos en Guatemala.
Actualmente trabaja en la creación de otro libro de poesía.”

¿Habrá visto la luz ese otro libro de poesía? No lo sé, no he querido indagar, más bien me gusta, me inquieta lo que ignoro de este autor y su obra; seguro que las noticias fluirán revueltas y claras después que publique esto, pero hasta ahora solo sé lo que tengo en mis manos: un poemario juvenil, que fue publicado hace 47 años en 1969 por la Editorial Costa Rica, pero que igual pudo haber sido publicado hace unas semanas dado que la factura de los poemas que encontré en él no varían en casi nada de los que hoy se suele publicar.

En la contraportada también viene un comentario de nuestra gran escritora Carmen Naranjo, que con una generosidad y condescendencia enormes dice:

Charpan
“Creo sinceramente que se trata de un libro extraordinario, escrito por un adolescente que descubre con un lenguaje depurado las sensaciones de su crecimiento en un mundo cerrado, inhóspito, solitario, plagado de imágenes encendidas en juegos de palabras, para cerrar el lenguaje en una comunicación íntima, esencialmente poética y trascendente para todos los que aspiran al encuentro de mensajes con la belleza fugaz de designaciones audaces, productos de sinceros arrebatos de angustia.

No es poesía por la belleza en sí misma, aun cuando la belleza está presente en el ritmo, en el sentido, en la musicalidad, en las imágenes y en la unidad de los poemas. No es poesía de estridencias y clamores, es la voz espesa y deslumbrada del que siente y se ve obligado a confiar sus sensaciones. No es tampoco poesía de “ismos” o de fácil clasificación entre los movimientos literarios, es ante todo necesidad de comunicarse, de descubrir, de encontrarse, de hallar palabras que hagan definibles sentimientos y estados emocionales. Es poesía íntima, subjetiva, con un vocabulario que refleja realidades elementales de la ciudad, de las reuniones, de los encuentros, de los pequeños círculos, de la trivialidad diaria, iluminados estos elementos cotidianos por la belleza de imágenes simples, casi infantiles, sin perder la plenitud de la luz poética.”

Me detengo en el objeto en sí, y me asombra la belleza de esas viejas ediciones, la calidad del papel y la cartulina de las tapas, la impresión, el encuadernado, ya no se imprimen libros así, ni tampoco se hacen tirajes de 2375 ejemplares para una ópera prima.

Al leerlo nada me inquieta en estos poemas, no me interpelan, no es la distancia temporal lo que me separa de ellos; a lo mejor es su voluntad críptica, la ingenuidad irreverente en estos poemas tan jóvenes, pero más viejos que yo lo que nos distancia.

Pese a ello, hay un poema que se separó del conjunto, algo me gustó en él, no sé decir qué, tiene un ritmo, unos aciertos, algo que no me queda claro pero que me arrulló y me deleitó mientras lo leía, ahora solo quiero compartirlo, tal vez alguien más de repente se sienta atraído como yo por esta marea de versos que divagan sobre las cosas conforme se indefinen y se derriten como candelas en la oscuridad. Provecho entonces. ¡Salud Charpan!

Germán Hernández

El tiempo no se sucede

Quizá era un pájaro ya herido
o una sombra o el sol más redondo
y más maduro ya de viejo o un insecto
cansado por el peso de sus alas
que de pronto hizo un agujero sobre el aire
y cayó encima de mi cuerpo
no había hora y todos trabajaban y
dormían
no había claridad que hiciera pensar
que era de día y cada persona
hablaba del sol y de las nubes
tan brillantes y los ríos y las fuentes
saltando encima de su cuerpo

¿Cómo conocer lo que vivía
En esta hora
Tan temprana y ya tan tarde?
Ayer
-¿cómo saber si fue ayer o hace siglos?-
conversaba con alguien:
recuerdo haber hablado mucho
o quizá callé hasta agotarme
antes lo hubiera afirmado con certeza
pero ahora
¿cómo saber si fue ayer
o el día de hoy o el de mañana?
Sólo sé que lo recuerdo y es probable
Que no dijera nada o lo esté hablando
ya muy tarde o muy temprano
mi cuerpo me dijo del cansancio
y me acosté en su mismo sitio
cayeron de pronto los objetos
y todas las cosas fueron una sola
sílaba repleta de siluetas
(muy arriba se había formado un círculo
cada vez más visible y más brillante
como una gran pupila que hubiera
empezado a sollozar)
la ventana estaba abierta
y la luna saltó dentro del cuarto
y se quedó en la cama mirándome
muy fijo
entonces se hizo cada vez más grande
y tuvo que volver afuera

no había pasado ni futuro ni presente
que hiciera pensar en estar vivo
todo era un instante y el instante
una mirada
un retroceso al yonosotros
detenido en cada gota de mi cuerpo

(Desprendida de las nubes la noche
se encerró dentro del cuarto
que fue entonces la longitud
de una calle tan grande como el viento)

a lo lejos todo era principio:
había luna y muchos círculos de luz
contemplaban un estanque
todo era estanque y era luna
y era un contemplarse y ser mirado
y recorrerse todo el cuerpo
sin apenas respirar

los ojos
el rostro
las paredes casi sostenidas
lo hecho ya vivido y sin morir
las calles
los autos detenidos sobre el día
las ciudades erigidas en un vidrio
el aire metido entre la carne
en explosión de ser sólo un apoyo
recordado tras la muerte
los hoteles y los huéspedes perdidos
en la longitud de cuartos diminutos
la ciudad derritiéndose en la sombra
en un despedirse de los cuerpos y el vacío
la gran selva que agoniza sus simientes
rompiéndose en la roca
el árbol siempre verde el río la sed
en la garganta  las montañas más altas
semejantes en cualquier lugar del mundo
los pájaros tallados frente al día
que ya son una sombra o un canto
siempre vivo y ya muerto en el cansancio

todo era mi cuerpo y otro cuerpo
cada objeto y cada ser ahora desnudo
era yo mismo sin ropajes buceando
en la memoria del presente sin ser nada
no había ciudad ni universo tan palpable
como el viento conversando con el viento
una sola dimensión existente en los tres tiempos
todo era un recuerdo quizá nunca vivido
y era un todo y una música repleta de siluetas
un estanque donde la luz es el reflejo
mi cuerpo y los objetos y la noche
miraban el universo edificado por mí mismo
con un vago sentir de que en el fondo
el cuerpo y la mirada no existían
y el recuerdo y todo lo sentido
era el presente aún sin transcurrir
y el ayer: el hoy sin ojos para siempre
a solas con el tiempo y con los hechos


Charpan



Cirus Sh. Piedra – El diminuto corazón de la iguana

$
0
0


“El diminuto corazón de la iguana” es la primera novela impresa de este joven y talentoso narrador, la cual ganó el premio de novela de la Editorial Costa Rica y al año siguiente fue galardonada con el premio Aquileo en esa rama, ¡doble reconocimiento!

El narrador protagonista de la novela ha sido herido en su brazo, y por eso ha sido internado en el hospital, y aparentemente desde ahí, en medio del delirio, o más bien desdoblamiento, en un largo monólogo interior divagará en medio de sueños, recuerdos y ensoñaciones; a través de su voz se escucharán otras voces, otros lugares, distantes e inmediatos, pasados y presentes, como si en un estado alterado de conciencia, asomado a un Aleph, contemplara la totalidad sin límites espacio-temporales.

Hay que conceder a regañadientes una licencia al autor sobre el escenario inmediato de los acontecimientos que es el Hospital Calderón Guardia, donde curiosamente los pacientes están todos revueltos sin importar el padecimiento, sexo o edad, al menos para quien conoce al Hospital Calderón Guardia de la realidad, sabe que eso no es así, y que no hay coincidencia con el hospital ficcional de la novela, ese encontronazo se hubiera evitado fácilmente omitiendo el nombre del nosocomio, que no hace falta y más bien limita.

Hablamos de una novela en cascada, en caída libre, torrentosa, hábilmente tejida, las perícopas: del hospital, del seco, niquita, pamela, zeidy y antonio, macho cruz, erika, miguel, alberto reyes y manuel mora, entre otras, se intercalan, se difuminan, el artificio funciona continuamente mediante el uso de la primera persona y la segunda persona singular, menos afortunado es el uso de la conjugación de los tiempos verbales. Con ello el autor logra un efecto de simultaneidad, como si todo fuera ahí y ahora. El narrador desdoblado, sublimado, como en un viaje astral traspasa el hospital en que está, se mueve en el tiempo y en el espacio, habita la vos de los personajes que evoca, los revive.

Son estas perícopas las que salvan la novela, pues el recargado y ripioso monólogo del narrador termina a veces en una rebuscada forma de decir cosas muy sencillas de la manera más confusa posible:

“Cuando era más joven, faltaba al colegio, recién ingresado, salía de casa y viraba la esquina. Me quitaba la camisa del colegio, sacaba alguna otra camisa de dentro del bulto, y la otra la guardaba de consecuencias.” (pág. 74)

De ahí, que me interesa cuestionar algunas proposiciones sobre la excepcionalidad y experimentalidad de “El diminuto corazón de la Iguana”.

Dice nuestra apreciada novelista Ana Cristina Rossi que: “esta es una novela excepcional por varias razones, pero hay tres muy llamativas. La primera es su innegable calidad, que no tiene altibajos. La segunda es que se trata de una novela de lenguaje. En efecto, hay numerosos personajes: hombres, mujeres, niños; pero el más importante es la voz autor/narrador que se despliega desde el principio y estira, encoge, pliega, despliega y moldea a su gusto la lengua; y, de paso, da enorme gusto y sorpresas al lector.
La tercera razón es que el autor/narrador habla desde los bajos fondos de Costa Rica –se puede decir–, inmigración nicaragüense incluida.”

Vamos a ver, la novela es excepcional porque tiene “calidad”, extraño juicio, la calidad no es algo excepcional en la narrativa actual costarricense, obras formalmente emparentadas con la que reseñamos aquí como “Canción por la muerte de los niños” de Alexander Obando, “Soy el Enano de la mano Larga-larga”, de Jorge Jiménez, “La paciencia de los insectos” de José Solórzano, “Diluvio Universal” de Guillermo Barquero, por citar las primeras que se me vienen a la mente son ejemplos de que calidad hay, y que eso no es una excepción.

La novela es excepcional porque se trata de una “novela de lenguaje”, bueno, esto es como llover sobre mojado, donde Rossi lo que quiere destacar es el protagonismo de la voz autor/narrador, eso tampoco nos parece que tenga nada excepcional en la narrativa costarricense, más bien se abusa de ello.

La novela es excepcional porque “el autor/narrador habla desde los bajos fondos”, eso tampoco es excepcional, la marginalidad y la exclusión social son tópicos usuales de la narrativa costarricense. En realidad, ni por estos motivos, ni por los varios que Rossi no dice, “El diminuto corazón de la iguana es excepcional. Pero, ¿Es experimental?

En el fallo del jurado del premio de la Editorial Costa Rica se dice: “es un texto experimental que posee una marcada pluralidad de voces”Anacristina Rossi, Rafael Ángel Herra, Ruth Cubillo.

Toda novela es un experimento de resultados inciertos y erráticos. Pero más o menos se ha generalizado que la novela “experimental” o “estructural” (como también se le llama), despliega desde los años sesenta del siglo pasado, como una ruptura al realismo, en particular al realismo social, en el caso de “El diminuto corazón de la iguana” se mueve entre las dos aguas, algo característico de la última narrativa costarricense, no logramos todavía ese desgarramiento entre la obra de autor y la funcionalidad  testimonial y social.

Creo que Alfonso Chase acierta en parte refiriéndose a esta novela de Piedra cuando afirma que:  "El diminuto corazón de la iguana" tiene un aire de los antiguos escritos de los creadores y narradores beatniks y si fuera escrito en primera persona, con un personaje central, doble del autor, con aires de Henry Miller, Raymond Quenau o de José Revueltas”

Cirus Sh. Piedra - Fotografía de Mariella del Risco
Digo que, en parte, pues la novela sí está escrita en primera persona y el personaje central sí es doble del autor, y que el cambio de personaje en primera o segunda persona singular no es más que la impostación del único autor/narrador que es Cirus Sh Piedra. Más el acierto es esa ubicación temporal en el estilo. Efectivamente la novela de Piedra coincide con muchas de las proposiciones de lo denominado novela experimental, caracterizada por la elaboración de personajes en conflicto con sus existencias, en una búsqueda constante de sentido y de sí mismos, donde el antes, la evocación, el recuerdo, la causalidad ha marcado sus vidas, y la narración gira entorno a los protagonistas y su reflexión sobre sí mismos; donde se prescinde del argumento y la narración plantea una trama mínima como sustrato para el desarrollo de múltiples planos, lo que complica el relato y se vuelve exigente al lector dado que su estructura se vuelve compleja: se eliminan los capítulos, los encabezados, los puentes, el relato recurre al punto de vista múltiple (aunque no en este caso), es decir que sobre un hecho se exponen las diversas perspectivas de los personajes (el narrador está tan presente en esta novela que impide el verdadero despliegue del resto los personajes, solo existe un punto de vista) y avanza mediante el contrapunto de las perícopas, el cruce de caminos entre historias más o menos paralelas, más o menos convergentes y finalmente la ruptura lineal del tiempo, el empleo de la analépsis, y la simultaneidad, una técnica que siento adoptada hoy día del “video-clip” y el “trailer cinematográfico” géneros emergentes y de enorme influencia en las “mass media” y en la narrativa actual.

Respecto al manejo del lenguaje rompe con lo formal, emplea el neologismo, el extranjerismo, el cultismo, y el coloquialismo de manera arbitraria, sin distinción, interpolados; se juega con la puntuación, con la ortografía, se alargan las oraciones y los párrafos, para compactar el relato, para mostrarlo como un todo indisoluble.

Ciertamente, “El diminuto corazón de la iguana” aplica la mayoría de estos viejos recursos, por eso no se comprende el fallo del jurado de los premios nacionales del 2014 cuando afirman: "Posee un novedoso uso del lenguaje, como si fuera inventado, más bien irreverente como el motor de la creación de un mundo surrealista u onírico.”

Es en este uso del lenguaje donde quiero observar, que es precisamente en este afán experimental donde fácilmente se confunde el acierto con la pifia, dado que el marco de referencia no existe como tal, las coordenadas en este tipo de novela surgen de sí misma, por lo que el juicio del lector es determinante.

Por ejemplo, el uso de minúsculas para los nombres propios de manera arbitraria, y en ocasiones muy contadas en mayúsculas no es más que un capricho irreverente del autor sin consecuencias que nada suman.

La recargada y ripiosa retórica del autor/narrador, a veces de gran belleza plástica, como si de pequeños poemas en prosa insertos se trataran, pero eso, insertos, no integrados, donde una especie de visión cósmica, integradora y trascendentalista rayando en la metafísica permite esa omnivisión del narrador en el mejor de los casos, por citar uno de muchos:

“Lo veo abriendo ampliamente su mirada, y sentir escalofrío. Le veo el pelaje moviéndose angustioso y nervioso, ese de mares y moldeado de olas. Lo veo asombrado y temeroso, horrorizado y sin poder llamar a la lluvia ni a los truenos por su nombre, simplemente jugando con su memoria de días anteriores, de horror y miedo, de fuego en las copas de los árboles, estruendos, colores oscuros…” (pág.98)

En los malos, que los hay, una sobreadjetivación rimbombante:

“Soy como un abrazo gigante, espacial, cósmico, utracosmológico, universal, icosaédrico, desplazante, nómada, estelar, vacío, palpitante, atómico, nuclear, infinito, imposible de calcular.” (pág.103)

Y en los peores, que también los hay, el autor/narrador intrusivo, haciendo glosas y moralina:

“¿Es esto? ¿Escoger frugalmente en el supermercado? ¿Dosificar? ¿Racionar? ¿Teñirse de nombres que pronto habrá de olvidar la memoria? ¿Inventar romances con fantasmas que nunca nunca tocarán a la puerta? ¿Calzar a la fuerza emociones para gente que pronto habrá de morir? ¿Sumar varios números que resultarán a cero? ¿Abrir puertas de habitaciones que siempre estarán vacías? ¿Transcribir visceral y esporádicamente pensamientos, ideas? ¿De dónde nace este método de pensamiento? ¿De qué ha nacido esta estructura consciente, que comanda la neuronal? ¿Por dónde va, a dónde planea llegar? ¿Es todo esto fortuito, etéreo, romántico, el acto sin ligue de mover las pestañas? ¿Iluminar el cuarto y topar con un reflejo en el espejo, a media luz , sin poder enamorarme de esa imagen? Están las maletas ahí, la ropa está ahí, desperdigada. El pan en la cocina, el café. La cama destendida está ahí, los libros, la hornilla de gas, ahí. El baño, papel higiénico, las robustas columnas de esta habitación, sí, todo ahí, ¿Y? ¿De qué todo esto? ¿Habría que pensar en más que esto? ¿Vale todo esto más que un balde de pichas?” (pág.122)

En realidad como lector quisiera que el texto me llevara a mí mismo a hacerme estas preguntas sin la ayuda del autor/narrador/protagonista.

Vamos terminando, entre las “historias entrelazadas” o que he preferido llamar perícopas, hay una que siento que mejor alude a uno de los juicios de los jurados que le otorgaron el premio Nacional Aquileo Echeverría: “Por ser una novela que fluye y fluye, como un torrente verbal, donde los recuerdos se confunden con los sueños, las pesadillas y las alucinaciones y porque es una cornucopia de personajes desgarrados, marginales, que  a pesar de todo logran encontrar un hálito de esperanza en breves chispazos de ternura”Ternura, sí, más bien sentí benevolencia y benignidad de parte del narrador con sus personajes, y el acierto de no juzgarlos y más bien exponerlos auténticos y tal como son y sienten, me refiero a la de “alberto reyes y manuel mora”. Me sorprende por segunda vez lo interesante que resulta como personaje de ficción el fundador del Partido Comunista Costarricense, la primera vez fue en el cuentario “La última aventura de Batman” de Carlos Cortes donde aparece en un cuento magnífico “La breve guerra civil del camarada Mora” y ahora en la novela de Piedra. Sería perfecto este pasaje salvo por la reiterada expresión “otro mundo es posible” en boca de Manuel Mora, lamentable anacronismo, dado que dicha expresión surge del foro social mundial en Porto Alegre Brasil en el 2001; dudo que alguna vez Manuel Mora la hubiera usado y menos con la carga panfletaria con que se emplea en la novela de Piedra, pero salvo ese lunar, es una de las perícopas que más hemos disfrutado.

“El diminuto corazón de la iguana” es un texto pretencioso, en hora buena, pero le faltó contención, el autor, lleno de recursos, escribió desbordadamente, como todo experimento a veces acierta, otras no, y otras incluso no se sabe. Pero eso no es importante. Mi recomendación sería que lograra abstraerse un poco más de su obra y evitar ese protagonismo como autor/narrador, tenernos en consideración como lectores. Para este autor ya reconocido y en auge, pienso que eso lo tiene muy claro:

"No se le tiene que ir a uno a la cabeza, hay que seguir escribiendo. Igual yo tengo mi oficio". Cirus Sh. Piedra (En Página cero)

“El diminuto corazón de la iguana” es una novela que emplea los viejos recursos de la novela experimental, no es una novela inusual o excepcional, pero sí una muestra de un autor que va bien en el proceso de escribir una obra valiosa y perdurable.


Germán Hernández.


Los dos minutos y otros cuentos – Francisco Zúñiga Díaz

$
0
0


“… es la obra de un escritor maduro, de un estilista.” Addy Agüero

Creo que esas palabras de Addy Agüero son las que mejor resumen el carácter de la obra de Francisco Zúñiga Díaz, en particular en el libro que reseñamos y antologamos en esta oportunidad: “Los dos minutos y otros cuentos”.

Tercero en su haber, en esta obra encontramos lo que ya sabemos, lo que ya habíamos leído en la obra de Zúñiga Díaz: la estampa costumbrista, el realismo, la imagen poética, su fino humorismo, en contraste con la fatalidad. Pero también encontramos en esta colección de doce cuentos, otros tópicos que emergen en el registro de su obra: el espacio urbano, el relato psicológico, la literatura comprometida políticamente, y también el divertimento, y la exploración del género policial. Realmente son muchos los matices que desbordan este breve cuentario publicado por la Editorial Costa Rica en 1976 (y como toda la obra del maestro, jamás reimpresa).

Volviendo a las palabras de Addy Agüero, en efecto la obra de Zúñiga Días es obra madura, trabajada incansablemente, lingüística y plásticamente. Por eso estilista, pues el autor, se toma muy en serio su oficio y los materiales de trabajo, los trata con dignidad y respeto. Independientemente de la trama o el trasfondo, en todo texto o libro de Zúñiga Díaz, el manejo del idioma será ejecutado con rigurosa maestría.

Sobre los tópicos, diversos lectores, escritores y críticos se decantaron en su momento por lo que les era más afin: “… pone de relieve una vez más su amor a la tierra y a los personajes que en ella se proyectan a través de su imaginación creadora, pintando una de esas estampas campesinas en que palpita el alma en la inquietud por la belleza silvestre y el apego a la tierra nativa, en una configuración de ensueño y realidad en que el hombre diluye su existencia frente a la esplendidez del paisaje y el susurrar del río en la vertiente de la campiña que se dilata en la distancia de la naturaleza.” Destacó Gustavo Adolfo Ortega Castro en Revista Orbe, algo que puede ser más cierto para las dos obras previas de Zúñiga Díaz (“Trillos y nubes” y “La mala cosecha”) No es que el espacio rural desapareciera, pero sí se nota un cambio en su tratamiento, lo que antes eran “estampas”, “cuadros campesinos” se plantean de manera más “estructuralista” es decir, más dinámica, en la simultaneidad de planos, y en nuevos contextos, cuentos como “La casa vacía”, pero especialmente “La escoba” nos muestran el proceso, el encontronazo de los personajes con la fatalidad, con una realidad que los fulmina a pesar de todo, donde incluso se raya en la locura, en la alucinación esquizofrénica o bien en la dependencia afectiva, en la opresión de los mandatos sociales, en la subjetividad de los personajes amplificada por su propia voz en otros cuentos como es el caso de “La visita”. Prácticamente no quedan rastros del “pintor de escenas”, de los dos primeros libros y se abre paso a un constructor de procesos. “Un estilo diferente y nuevo de Zúñiga Díaz que nos muestra su versatilidad y dominio de la narrativa en sus variados matices acordes con las corrientes contemporáneas, y que hacen a este libro, agradable, directo…” recordará el poeta Mario Picado. Y más elocuente es Gerardo César Hurtado “Dentro de la narrativa costarricense podemos situar a Zúñiga Díaz como un indicador de un realismo que sigue vigente, pese a sus transformaciones y evolución estilística, ese realismo está logrado por la plenitud con que asume la tarea de desentrañar los misterios de la imaginación, las conciencias de hombres pequeños y grandes, las lacras de una sociedad que no opta por liberarse de ellas, fácilmente.”


En otra dirección, en la contraportada del libro, se afirma que “Los dos minutos y otros cuentos pone de manifiesto a un cuentista ágil, especialmente en el empleo del diálogo y del estilo directo, en el fondo de cuyos relatos trasunta una intención crítico-social de indudable verismo y eficacia.” ¿Qué es esa cosa “crítico-social” en “Los dos minutos y otros cuentos”? Quizá se refiera a algunos cuentos que llamaríamos de “compromiso político” ¿cuál? Pues a los movimientos y causas revolucionarias que concertadamente eran el hervor social de las dolidas sociedades latinoamericanas (incluso de los procesos independentistas en África y Asia) de la década de los años setenta y la siguiente. Por eso cuentos como “Los dos minutos”, “La consigna” y “¡Qué ganemos!, exaltan los ideales revolucionarios, el auto sacrificio por una causa mayor, superior, y que no están escritos con disimulo, son explícitamente beligerantes, cercanos a la propaganda, pero de una necesidad y una emergencia necesaria en su momento.

Pero encontramos también en este libro la vena del gran humorista de las letras costarricenses, pese a la fatalidad, de la lucha revolucionaria, también la pluma de Zúñiga Díaz puede contener su picardía y su fino tratamiento del humor en cuentos como “La muerte de la gallina” y en el estupendo he irónico “El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales” que es al mismo tiempo bisagra para abrirse a la exploración de la narrativa policiaca pero con una tonalidad hilarante y paródica, donde el autor casi alardea se su fino y amplio conocimiento de los trucos, los giros y secretos del género negro, no sin la eficiente dosis de suspenso necesaria, como afirma el maestro Adolfo Herrera García: “Está escrito en un estilo directo y lineal en el que, sin embargo, existe como factor de atractivo interés el suspenso que abriga a casi todos los cuentos. No es fácil lograr el suspenso que logra el autor en un cuento enmarcado dentro del realismo de ambiente y lenguaje, y en muchos casos de caracteres mantenidos sin quiebres desleales a todo lo largo del relato. Se comienza a leer un cuento y necesariamente ha de terminarse: la curiosidad que despierta es voraz.” Pues si de suspenso se trata, también hay que destacar texto como “El presentimiento de don Manuel” y esa joya que es el microcuento: “El fugitivo”.

Pero si de joyas se trata, el cuento con que cierra el libro “¡Aquí voy yo: Andrés!” es definitivamente un punto alto en la narrativa de Zúñiga Días y seguramente de la narrativa breve costarricense, dice Alberto Cañas “… ha trazado el recién debutante Zúñiga Díaz el mejor cuento que hasta la fecha le conocemos. Finamente observado con una técnica moderna. Trae a su autor hacia las formas urbanas que venía bordeando y lo lanza a la ciudad con buenos auspicios.” Este magistral cuento apareció por primera vez en el Anuario del cuento costarricense, 1967 de la Editorial Costa Rica, y su omisión posterior en trabajos antológicos de la narrativa nacional sinceramente nos extraña.

Dejamos a continuación como muestra y selección personal de “Los dos minutos y otros cuentos” para que el lector pueda degustar de la obra de Francisco Zúñiga Díaz los siguientes textos: “La visita”, “La escoba”, “El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales”, “El fugitivo” y por supuesto: “¡Aquí voy yo: Andrés!”.

Germán Hernández


La visita

¡Amable! Sí, mamá. Atendé a tu padre, hija. Qué vaina con vos que no le guardás consideración ni después de muerto. Lo querías. ¿Verdá que lo querías? Sí, sí, lo querías. Pero el muerto al hoyo... Dale café, mujer, por lo menos. Pero calentalo, muchacha. No sé qué te pasa. Desde que murió lo ves como a un extraño. No lo saludás, no estás con él. Malagradecida. Dale café, traele un cigarro. Caray con estas mujeres modernas. Al Pedro ese sí... que cafecito, que pan, que mantequilla. ¡Te deshacés en atenciones! Pero a tu padre que lo muerda un burro. Pobrecito, muerto y todo, está aquí. ¡Movete, muchacha!

* * *

Tu padre, Amable, nos ha hecho mucha falta. El pobrecito murió. Pero aunque está muerto, cuando él viene, hay que atenderlo mejor que cuando estaba vivo. Yo, por ejemplo, me he olvidado de sus borracheras... del asunto con Mercedes ni me acuerdo (puta más grande esa). Pero vos, nada. Como si el otro estuviera muerto de verdad. Entra y ni te das cuenta de nada. Vos lo querías. ¿Verdá que sí lo querías?
Traele el café, por Dios. Sí, unas galleticas. Que se sienta en su casa como antes. Nos hizo mucha falta con su muerte y el pobre se dio cuenta. Por eso viene, a veces, a vernos. Calladito, sí, calladito. Entra y se va. ¡Apúrate con el café, mujer!

* * *

Es cafecito Volio, Tomás. ¿Te acordás cómo te gustaba? Bebételo antes que se enfríe. Echale las galleticas adentro y te las comés con la cuchara. ¡Ah mi Tomasito! No has cambiado. ¡Vieras cómo me emociono cuando venís! Es cafecito bien tinto. "Hecho como sólo vos sabés hacerlo". Jé jé. ¿Te acordás que me lo decías así? Todas las tardes, como a las cuatro, cuando calculo que salís del trabajo, lo chorreo. Si no venís, pues ahi se queda. Pero, ¡hoy llegaste otra vez! Amable: trae más galletas.

* * *

¿Viste qué hermosilla se ha puesto la Amable? Echó novio —¿Te lo dije la otra vez?— Si, es Pedro, el hijo de Isabel. Vieras qué buen muchacho. Tiene buenas intenciones y van a casarse. ¡Qué gozada, Tomás. Vamos a tener nietos! ¿Te acordás que cuando te moriste Amable era una chiquilla? Mírala ahora, con sus pechitos grandes. Con formitas de mujer. Lástima que no te quedés para siempre. Pero la realidad es que te moriste y que más bien hacés mucho con venir de vez en cuando.

* * *

En tu vela dimos café y algún guarillo. Buena vela, Tomás. Vino tanta gente. Vinieron Rosendo y Juana y las tres muchachas. ¡Fíjate! Con la muerte todo se olvida y pasa. Me dio lástima Rosendo. ¡Vieras cómo lloraba! De arrepentimiento por lo que te hizo, a no dudarlo. Claro que todo fue por la angurria de Juana y a él le dolieron esos veinte años en que no se hablaron. Yo no sé si hice mal, pero vieras qué lástima. Me olvidé de todo y nos contentamos. Creo que te hubiera gustado haberlo visto, porque vos lo apreciabas. En fin, Dios decidió y ahora Rosendo no halla qué hacer con nosotros. Nos ofrece ayuda, en fin... ¡Tan bueno! Yo, que de por sí estaba tiernita para las lágrimas, también lloré de verlo llorar. Y que como que con las lágrimas se deshicieron los rencores. Fue, Tomás, como cuando un río, después de venir con fuerza y golpear las piedras con alma, se va apaciguando y las deja limpiecitas, brillantitas. Y Juana me abrazó y me pidió perdón y me dijo que iba a pagarte una misa. Vieras que las muchachas están bonitas. Se hicieron amigas de Amable.
Fíjate que casi no podía creerlo. Pero la gente es buena. A veces es uno el que se encapricha y todas esas cosas y no les hace el lado. La muerte todo lo lava. A mí me ha servido de mucho que se hayan contentado, porque fíjate que me siento sola. Ahora Rosendo pasa de vez en cuando y me ofrece ayuda.
Vino la Mercedes, Tomás. Perdóname que la trate así, ahora que estás muerto. Con el rabito entre las piernas, despacito, en puntillitas. La pobre no hallaba cómo entrar y a mí me dio lástima. Ya vos no existías y era tu vela. Pues entra, le dije. Deporsí Tomás es difunto. Ni para vos ni para mí. Y lloró. Yo sé que yo te hice sufrir, Toña, me dijo, pero yo también lo quería. Porque era bueno, muy bueno, Toña. ¿Me perdonás? Tomás no tuvo la culpa... yo, tampoco, por Dios. Pues sí, Tomás, la perdoné.

* * *

No me preocupa que no hablés. Me gusta verte así, sentado junto a mí, tomándote tu cafecito. Como antes. Como antes de que te murieras. Pero venís. Yo no sé cómo hacen las mujeres cuando se les muere el marido y él no viene a verlas. ¡Qué desconsuelo, Dios Santo! Por eso, creo yo, se hacen de otro y van, poco a poco, olvidando al muerto. Yo, por dicha, te veo cuando venís, a veces muy rara vez, pero venís. De todas maneras yo siempre te espero, Tomás.

* * *

Afuera el viento empujaba a la negrura. El reloj de la iglesia tiró doce campanazos sordos, que se fueron dando tumbos en el eco, hasta desteñirse por completo. Las luciérnagas, en el decorado de la noche, colocaban alfilerillos de oro que se apagaban y se encendían. Entre todo, el silbar del viento, el temor acostado en las copas de los árboles, el ¡ay Dios mío! por un ramalazo sobre las tejas o el chillido de algún pájaro.
—Dicen que las candelillas son patas de muertos.
—Dicen que la cocoroca anuncia que alguien va a morirse.
El fogón entretiene la soledad de dos o tres brasas. El frío metido por las rendijas, despierta a Toña. Se levanta, da vueltas por la casa, pasa los picaportes, apaga el fogón y se va a dormir.
Sobre la mesa, la taza de café frío, el plato con galletas, el silencio.


La escoba

Ya cuando grande, catorce tal vez, un empleo: barrer y limpiar. Se aseguraba un salario, que serviría para ayudar a su familia. No era la eventualidad de la cogida, o de la venta de verdura, canasto al brazo, por esas calles.
Fue subiendo en su oficio: de escoba de escobilla a escoba de paja y limpiapiso. Después al aspirador y al cepillo eléctrico.
En el solarcillo de su casa, en San Juan, inventaba historias cuando barría. Muchas de ellas eran verdaderos cuentos: que por aquí va a pasar el rey, que el diablo se ríe si de dejan rincones sucios, que la cenicienta se hizo princesa.
“Que pases el rey, que ha de pasar. El hijo’el conde, ha de quedar”.
El piso de su casa no necesitaba limpiapiso porque era de tierra. Rociar agua primero y después barrer con la escoba de escobilla. Ella misma hacía la escoba: un palo de cualquier rama y matojos de escobilla que cortaba en el montazal del fondo del patio. Y cuando barría no quedaba polvo ni basura. Podía llegar el emisario del rey a preguntar por la muchacha lindísima, que se paraba el sol a verla y que había perdido su zapato en el baile del palacio, que dio el rey para conseguirle novia al hijo. El suelo, para el emisario, estaba limpio. Y ella extendería su pie y calzaría el zapato de la cenicienta y se haría princesa.
"Que pase el rey, que ha de pasar. El hijo'el conde, ha de quedar".
Todo limpio. El suelo de piso de tierra, lustroso, fresco, apelmazado por las caricias de tantos pies descalzos durante tantos años.
Porque el suelo es agradecido. Se torna brillante, sus prominencias se achatan, queda casi liso. Puede uno sentarse ahí y no se ensucia. Y es como si tuviera brillo de cera, logrado a punta de darle con el limpiapiso. Pero el suelo de su casa es de tierra pura. Y sentarse en la tierra es fresquito, no es duro. La tierra es linda.
El primer empleo la amargó: la falta de la escoba de escobilla y otras cosas. Le hacía falta el campo, la extensión verde sin limitaciones de tapias. Sin aceras. Sin mosaicos que había que dejar limpísimos, sin una calle de por medio que no era su calle.
La calle en San Juan no era recta. ¿Quién puede imaginarse una calle recta? Ni tampoco era cortada por otra calle y otra y otra. Por eso que llaman cien varas, en donde se arriesga la vida cuando se cruza la calle por otra que se atraviesa, y por donde pasan centenares de autos, a velocidad, sin dar tiempo a quitárselos de encima. Y esta calle no tiene cercas con enredaderas, con piñuela, con flores. No tiene árboles. No tiene las honduras por donde pasan las carretas, no tiene carretas.
La calle de la ciudad no es una calle. Es una raya que separa un cuadro con casas, alineadas, monótonas, de otro cuadro con casas, alineadas, monótonas. Calles son las de San Juan, que son torcidas, que están fresquitas en el invierno, que están llenas de polvo finito en el verano. Que cuando llueve sueltan un olorcito rico a tierra mojada.
Y no es lo mismo barrer con escoba de escobilla que con las otras. El piso de tierra es fresco, es agradecido. Las tablas y el mosaico son duros, sin alma. Y hay que pasar después el limpiapiso y se hacen callos y duele la cintura y se cansa uno. Y al día siguiente es igual. Porque se ensucia más que el piso de tierra, en donde a veces, como el aire es libre, el mismo viento barre, como jugando. Aquí no es así. Aquí es muy feo.
El cepillo eléctrico no es libre. No tiene la libertad de la escoba, que es uno quien la maneja. Está amarrado, como todo en esta ciudad. Todo está atado a algo. Yo estoy amarrada a este aburrimiento, a esta necedad de Manuel, al aspirador, al cepillo.
Para que camine, para ponerlo a funcionar, hay que apretar un botón, y se impulsa hasta cierta distancia, porque está amarrado, con un cordón, a un enchufe. Y no lo maneja uno. El lo lleva y uno no más sigue su capricho. Yo seguiré el capricho del cepillo, pero el capricho de Manuel, tan necio, lo detesto.
Es mejor la escoba y el palo de piso que estas cosas. Me acostumbré, pero es mejor todavía la escoba de escobilla, que apenas hecha huele a monte recién cortado y, ya vieja, a monte seco, como huele el orégano, como huele el culantro, como huele el campo en el verano. Aquí en la ciudad todos los días son iguales, como es igual el llover que el no llover.
Añora al San Juan con escoba de escobilla, con solares, sin tapias, sin patios de cemento. Con matas y flores. Y perfumes de invierno y de verano, de empezar a llover y de terminar el viento.
El matorral al fondo del patio, la cuesta, el río. A sus compañeros de escuela y chiquillos vecinos. Era natural verlos bañarse, desnudos, en el río. Le gustaba mirarlos cuando se tiraban a la poza y no sentía la desnudez, como siente la desnudes de este Manuel que tanto la molesta, que le pellizca en las nalgas, que insiste en estar solos, desnudos los dos. La desnudez de sus compañeros era limpia, no la hacía sentir remordimientos, estaba llena de monte y brisa y no de pavimento y majaderías.
Ya más grande —dieciséis tal vez—, el hijo. Trabajó en otras casas y en otras. La echaron porque estaba embarazada y el culpable era Manuel. Pero ella pagó los platos rotos. Se olvidó de San Juan, de la escoba de escobilla, de los compañeros desnudos en el río, de la vida.
Ya vieja —cuarenta tal vez— barría los corredores del asilo de locos. Largas franjas de mosaico sin vida, sin tibieza. Negro y blanco, negro y blanco, sin vida, frío, sin brillo alguno. Solamente la escoba y el limpiapiso. El limpiapiso brusco, hecho de mechas de tela. No era aquí el manejar a su antojo el cepillo eléctrico, que tiene vibraciones, que permite conducirlo a como quiera para sacar lustre, para dar brillo. Era solo el mojar el estropajo y pasarlo y pasarlo y pasarlo. No había necesidad de sacar brillo. Las locas ensuciarían nuevamente. Era pasar y pasar el estropajo. Las locas orinarían el corredor, echarían salivas.
Y después, ya inservible, la calle. Porque el loco a veces no está tan loco, o es pacífico y puede ganarse la vida y el asilo está recargado, repleto.
Se había olvidado de San Juan, de su casa en el campo, de la escoba de escobilla, de su hijo.
Y las calles son más largas —larguísimas— que los corredores del asilo de locos. Y están muy sucias. Todos tiran basuras y cáscaras de frutas y chingas de cigarro y hay que barrerlas. Y están muy sucias las calles. Y no hay escoba, ni de escobilla, ni de paja, ni cepillo eléctrico, ni estropajo para limpiarlas. Pero hay mucha basura y mucho polvo.
A ella todavía le quedan dos manos. Y empieza a barrer las calles con un cartón, a juntar las basuras una a una, a recoger el polvo sucio con las manos en pila, como las usaba para tomar agua fresquita del río, allá en San Juan, más allá, del fondo del patio, después de la cuesta.


El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales

Don Benedicto terminó por irse con toda la familia. Vendió la finca y pertenencias y se marchó para el sur.
—¿Que por qué? Flojeras de la vieja. Como Luis era muy de la casa, pues que por todas partes le salía, que no estaba tranquila, que le daba miedo ...
A las chiquillas no había forma de calmarlas. Es claro: la vieja les transmitía su susto y era una cosa insoportable. A Merceditas, la segunda de la mayor para abajo, le dio por llorar. Los varones también querían que nos fuéramos. No por miedo, lo garantizo. Para valientes, ellos. Es que hijos de tigre… (y esto lo decía como en broma pero era en serio. El viejo Benedicto siempre se jactaba —y exageraba, desde luego— de su valor). A los hombres de la vecindad ya no les hacía gracia contratarse como peones. Se llegó a decir que estaba salada porque fue en la troje, junto a la casa, en donde encontraron el cadáver. Y no se atrevía nadie a pasar por ahí. Y es que como a Luis todos en el pueblo lo querían, pues nadie, por supuesto, era capaz de matarlo. Y se creó como una idea de misterio por su muerte. Y de ahí vino — iah los creyenceros y sus cosas!— la idea de que salía, para vengar él mismo su muerte y otras zarandajas.
Ahora, a Dios gracias, ya estamos acomodados. Siempre no falta alguna cosa, pero lo que viene viene. A Mercedes me le hicieron una panza, aumento de familia y qué sé yo.
Siempre tenemos presente la memoria de Luis. Para mí —para nosotros, mejor dicho— es algo que no pasa, que no se puede aceptar. ¿Quién pudo ser capaz de matar a Luis Rosales?
Todo esto lo contaba don Benedicto, un día de tantos que le dio la ventolera por dejarse ir a Platanar de San Luis. Y los amigos se reunieron con él y había que celebrarlo porque deporsí este pueblillo está casi muerto y poca cosa hay que celebrar.
—Me preocupó, no crean, el embarazo de Mercedes. Ahí estoy con otro nieto. Dice ella que el papá del güila es un machillo que estuvo en la nueva finca, en el sur, y que se fue. Yo como que me acuerdo de él. Alguien me dijo que lo buscara para obligarlo a casarse con la muchacha, pero yo para esas cosas soy dejado. ¡Si soy dejado que nunca me casé con mi mujer!

***

Luis Rosales tenía veinte años y trabajaba como jornalero en la finca de don Benedicto. Por jovencillo que era, fue bien querido. Fue amigo de los hijos de don Benedicto y, como dice éste, no salía de la casa. Era un muchacho recto, bien parecido, sin vicios. Muchas de las jovencitas del pueblo le habían echado el ojo, con el consentimiento, no es de dudar, de los padres. Las madres lo veían como un buen partido por lo serio y responsable y los papás —por qué no decirlo— acostumbrados al buen ganado para sus fincas, como un padrote de buen pedigree.
Es necesario advertir que hasta su muerte Luis Rosales no había llevado un noviazgo, como quien dice formal, en su pueblo. No era un picaflor pero era gustado, como lo dijimos ya. Y el hecho de que no fuera enamoradizo no quitaba que las flores de Platanar de San Luis no abriesen las corolas a su paso, empurpurando sus pétalos algunas, y otras, menos modestas o más atrevidas, extendiéndose en sus frondosidades, ávidas de la caricia de un picaflor de las condiciones físicas de Luis Rosales.
También hay que apuntar, aunque para hacerlo transitemos caminos que nos sonrojan, que Luis, que no era dejado, no llenara una que otra boca con sus besos, o que no prodigara alguna caricia más atrevida a la mocita que así lo deseaba.
Y nos vemos inhibidos a contar que a hurtadillas, bajo el celestinaje de la noche oscura, cualesquiera de ellas, una o varias, recibieran de Luis algo más preciado que un beso.
El pobre de Luis Rosales falleció. Un árbol nuevo y firme de la arboleda del pueblo había sido tronchado así no más, sin ninguna gracia. Innecesariamente. Inexplicablemente, por supuesto. La muerte se lo llevó cuando era un gallito que apenas empezaba sus aleteos entre el alboroto de las gallinas del pueblo.
—Era como un ternerito —decía la mujer de Benedicto, muy conmovida. Yo no sé esa ocurrencia de ponerlo en la troje de nosotros. Y el que lo mató sabía que Luis dormía ahí por las tardes. Por el calor, decía, para descansar.
La mañana en, que no fue a trabajar pensaron que tal vez estaba enfermo. Pero la madre de Luis estaba asombrada, puede decirse que histérica. Luis siempre llegaba a dormir. El muchacho no era parrandero —y a qué parranda podía ir si Platanar de San Luis era un pueblo muerto—. No bebía licor y como casi no hay nada que hacer, siempre llegaba a la casa a más tardar a las seis. Cogía la guitarra y su entretenimiento entonces, hasta las ocho en que se acostaba, era la canción.
Esto salvando una que otra serenata, muy distantes entre sí. Pero las serenatas, en este pueblo, desgranadas y todo, no dejaban de transformarse en un acontecimiento en el que participaban los muchachos y los viejos. Y la tarde o noche en que Luis Rosales fue asesinado no hubo serenata. Fue ese un día desteñido desde el principio. Sin novedades. Con el jornalear diario. Con el almuerzo, frío, en hojas, comido en las fincas; con el terminar de la jornada a las tres. Con el irse para la casa —previo uno o dos tragos de guaro algunos. Con el dormir universalmente idéntico.
Pero también, y esto le dio un matiz distinto a ese día muy parecido a todos. Ese día idéntico a ayer, a antier, a pasado mañana, ocurrió un asesinato: Luis Rosales murió de una puñalada.
No había razón para eliminarlo de este mundo, si él no estorbaba. Sería como cortar de tajo un arbusto de futura cosecha. Como eliminar un torete de buena raza. Como hacer a un lado, cual si fuese piedra corriente, una veta de oro de buenos quilates.
Porque Luis Rosales era un principio de buena cosecha. Era el inicio de una veta que transcurriría diáfana.
Y el pueblo, entre la novedad y el estupor —que se juntan en un haz increíble de lástima por lo ocurrido y de emoción por ver que algo distinto pasaba— se dio, entero, sin vacilaciones por trabajos abandonados o almuerzos que hacer, a la búsqueda del muchacho de Platanar, que una noche no durmió en su casa y que al día siguiente no asistió a sus tareas. Y lo encontraron. Apareció muerto en la troje de don Benedicto, construida a cincuenta metros de la casa de este buen hombre.
Lo elemental para don Raúl, jefe de la policía del pueblo y policía en sí, fue iniciar la investigación en la casa de don Benedicto.
— ¡Cómo se le ocurre a usted, don Raúl! —dijo don Benedicto. —Si Luis era como un hijo mío. ¿Por qué iba a matarlo?
Dígame por qué. Me gustaba el muchacho como muchacho que era. Ya le dije, casi le veía como a un hijo. Todo el pueblo lo sabe: él quería mucho a mi familia y no salía de mi casa.
Pero don Raúl era el policía. Y un policía no cumpliría bien sus funciones si no sospechara de uno y de todos. Menos del muerto, que ya sería exigirle mucho a la autoridad. Y don Raúl, desde luego, descartó sin ningún preámbulo a Luis Rosales de la posibilidad de ser el asesino.
La madre de Luis desechó de a tajo las sospechas de don Raúl sobre don Benedicto. Las aventó casi indignada: Luis quería mucho a la familia de don Benedicto y ese cariño era correspondido por ésta. Doña Clotilde, la madre de Rosales, puede decirse que mandó con viento a fresco a don Raúl.
Nada menos que a don Raúl, que era el jefe de la policía y policía en sí, y alcaldía y hasta Corte Suprema de Justicia en Platanar de San Luis.
Pero veamos que don Raúl no dejaba de tener sus razones: Luis Rosales era muy bien parecido y gustaba a las chiquillas. Don Benedicto tenía cinco muchachonas, de los dieciocho para abajo hasta los catorce, y todas de muy buen ver. ¿No podría pensarse que el viejo sintiese celos? ¿No era posible que Luis estuviera entrando más adentro en ese decir de ser muy de la casa, con alguna de las chiquillas? A la larga, y esto no puede descartarse así no más.
Era una marimba de madera sonora la descendencia femenina de don Benedicto y a cualquiera de los muchachos del pueblo, ¿por qué no Luis?, le hubiese gustado jugar de marimbero.
En consecuencia, y haciendo a un lado las elucubraciones del autor, don Benedicto, tomando las hechas por don Raúl, que a la larga coinciden, quedó anotado en la lista como sospechoso número uno.
Y esto de ser sospechoso número uno es muy importante en una narración policial. Así dicen, por lo menos, los que trasiegan con esas vagabunderías. El autor no da ni quita. Simplemente narra —y trata de hacerlo en la forma imparcial y seria que le caracteriza— todo lo que sobre Luis Rosales debe contarse. Sobre Luis Rosales y las circunstancias de su asesinato, principalmente.
Mas en el consenso del pueblo don Benedicto era inocente y había razón. Era un hombre bueno, sin prejuicios por un matrimonio para salvar una honra y Luis era su mano derecha en la finca, a pesar de sus pocos años. Es cierto que Luis no salía de su casa, pero también lo es que existió siempre mucho respeto.
—El difunto era para mí como un hijo más. Y don Benedicto lo decía ahora y siempre lo había afirmado. Y afirmar que era como un hijo más era una exageración, porque el buen hombre, con la colaboración de su esposa Matilde, desde luego, había dado a Platanar de San Luis nada menos que diecinueve hijos, entre hombres y mujeres, se entiende.
"Quién iba a desear que Luis Rosales se muriera"—era la pregunta general. Y casi se daba una respuesta fuenteovejunesca: ¡NADIE!
Don Raúl, en medio de su cachaza, porque le pedía permiso a una pierna para mover la otra, quedó convencido de la inocencia de don Benedicto y de sus hijos mayores.
Esta idea, salida de la mollera del policía como semilla de guaba (él también lo juzgó inocente desde un principio), dio un respiro de alivio a los habitantes de Platanar de San Luis.
Y entonces surgió (necesariamente así tiene que ser porque se trata de un crimen y de un investigador en busca de sospechosos) otro elemento que tenía motivos para desembarazarse del hombre vivo que ahora es difunto. Y don Raúl —como un Sherlock Holmes desteñido— posó la lupa de sus sospechas en Amoldo Campos y hacia la casa del interdicto se dirigió. Cautelosamente, sin dar a entender el motivo de la visita, casi de puntillas. Es decir, procedía como un detective de novela policíaca. Elemental, amigo Watson, que así tenía que hacerlo.
Hagamos un paréntesis para que el lector —y el autor también— se ponga en onda. Parece que Luis estaba como enamorándose de Carmen, novia de Amoldo, menor, soltera y vecina de Platanar de San Luis. Que Carmen había mandado a volar a Amoldo, que Amoldo se había pegado una juma y etcétera. Ponemos este etcétera para darle a don Raúl la oportunidad de que sea él, jefe de policía, policía él mismo, Alcaldía, Corte Suprema de Justicia y la Justicia en sí en todo Platanar, a que resuelva el crimen.
Y con Amoldo le sucedió a don Raúl como con don Benedicto. Aquél estuvo fuera de Platanar de San Luis más de una semana. Andaba, según decían en el pueblo, buscando trabajo en otro lado, pero bien se suponía que era por la cavanga por Carmen. Tan explica esto el hecho de que antes de irse tuvo una tanda de cuatro días. Y Luis murió después de la partida de Amoldo.
—Usted no va a creer, don Raúl, decía algún vecino, que si Amoldo no estaba lo pudo haber matado. ¿Verdad?
Decíamos que igual le sucedió a don Raúl con Amoldo que con don Benedicto. Este último también había salido el día del crimen y no regresó sino a las nueve de la noche, en la última camioneta. Traía sus guaros adentro pero se sentía aún trotón. Trajo lo que necesitaba para la finca y los cortecillos para las muchachas y algo para los varones y unos cigarros, con filtro, para Luis.
Lo encontró, desde luego, difunto.
Y don Raúl, con semejante clavo adentro, especulaba diciendo que cualquiera de los dos pudó haber llegado sin que nadie se diera cuenta, y haber cometido el crimen. Salir y devolverse, matar al muchacho e irse de nuevo. Elemental si se pudiese comprobar, pero las coartadas de los dos eran irrebatibles. Insinuó dos veces la teoría, pero por don Benedicto y por Amoldo todos ponían la mano.
—Que me queme en el infierno si no es cierto —decía doña Clotilde—. Los dos son inocentes.
Y como la que hablaba era la madre del fallecido, pues don Raúl desechó de su mochila de sospechosos a los dos principales. Quiere decir, al número uno y al número dos.
Ya descartado Amoldo, el bueno de don Raúl, el policía, se fue aburriendo. Por el qué dirán siguió husmeando aquí y allá. Pero el meter tanto las narices molestaba ya al vecindario, que estaba llegando a la conclusión de que la realidad era que Luis Rosales estaba muerto. Que lo mejor era rezar por él y que por qué joder a los vecinos para averiguar una cosa que no podía averiguarse y que, si se averiguara, no resucitaría al muerto.
—Recemos por él. Dicen que cuando uno muere matoneado no entra al cielo.
Lo que más convenció a don Raúl de la inocencia de Amoldo fue la conversación con el cura:
—¿Amoldo, don Raúl? Imposible. Si Dios Nuestro Señor me lo permitiera, lo juraría.
Y algo de cierto debía de haber en esta afirmación del cura, porque después de todo el pastor de las almas de un pueblo conoce de todos los entresijos de los moradores. Y no obstante el secreto de la confesión, si afirma algo, pues tiene que ser verdadero. No violenta con ello el secreto. Y el asegurar la inocencia de Amoldo, pues de hecho esa inocencia existe.
Entonces don Raúl aventó —como quien riega semilla con desgano— su sospecha en Carmen Ríos, la que fue novia de Amoldo y que casi lo era de Luis Rosales. ¿Pero Carmen?
Incapaz de matar una mosca, hija de María y nieta de Santa Ana, hija adoptiva de San José y, siguiendo el Génesis cuesta arriba, descendiente directa de Eva, la que travesío con la manzana y sumió al mundo en el pecado.
Carmen Ríos, repetimos, era una muchacha muy estimada en Platanar de San Luis. Muy buena, muy religiosa, muy buena hija, muy etcétera.
Pero no nos ciñamos a lo subjetivo. Dejemos el cariño para otra cosa y situémonos en el marco de la realidad (o en el meollo del asunto, como decía don Raúl). Y la realidad es que Luis Rosales fue asesinado. Entonces no nos dejemos conmover con las poses bobaliconas de Carmen Ríos, que comulgó por la salvación del alma de Luis, que se pasa, desde la muerte del muchacho, en una pura rezadera. ¡En una beata puede estar el criminal! ¿No? Pues sí puede estarlo.
Entonces don Raúl empezó a averiguar sobre los movimientos de Carmen Ríos. Y muy rápidamente obtuvo conocimiento de ellos, con la enorme vergüenza de la muchacha; los movimientos los observó don Raúl en el potrerillo cercano, llevados en forma rítmica con el acompañamiento de Teodorico Mena.
Interrogada la muchacha —cosa de rigor— dio una coartada (cosa también de rigor). Ese día —o tarde o noche— ella no había estado en el centro de Platanar de San Luis. Corroboró la afirmación el mismo Mena, a quien no le quedó otro recurso, con tal de salvar el honor de Carmen Ríos, que hundir más ese honor —¡tan maltrecho el pobre! Deporsí Teodorico Mena, con frecuencia, hundía en Carmen Ríos lo que podía. Y el tener que confesar —por dicha— hacía que surgiera la coartada perfecta: si Carmen Ríos no mató a Luis Rosales porque estaba con él —Teodorico—, pues él tampoco pudo hacerlo.
Es necesario decir —y lo hacemos para mantener informado al lector— que Teodorico Mena también resultaba sospechoso. No era amigo de Luis Rosales. Y esto no es razón para que lo hubiese liquidado porque por lo general los crímenes son cometidos por los mismos amigos. Pero Mena pretendía a Mercedes, la hija de don Benedicto y una vez Rosales le dijo que no se acercara a ella. Que él, Mena, era un depravado y que él —Rosales—, estaba dispuesto a defender a la muchacha. Tal vez Mena tuviera su rencorcillo, pero los movimientos que tuvo ese día fueron comprobados y difundidos por todo el pueblo y quedó libre del delito.
No excusemos suponer que antes de sus movimientos con Carmen, Mena pudo escabullirse y matar a Luis Rosales. Pero don Raúl lo eliminó de los sospechosos y no estamos nosotros, simples narradores de un hecho, para complicarle la vida a don Raúl, por quién sentimos grandes simpatías.
Carmen Ríos, por su parte, estuvo siempre enamorada de Luis Rosales. El hecho de mandar a volar a Amoldo, con el decir que Luis iba a ser su novio, no dejaba de ser un elemento de promoción de la mercancía, que, ya está visto, ofrecía al mejor postor. Luis Rosales no desechaba la posibilidad de ser el poseedor y de acrecentar con su afluente el caudal amoroso de la muchacha.
Ya una vez, según se dice —o varias, vaya uno a saberlo— Luis Rosales había tratado —como tantos otros— de convertir a la Santísima Virgen María en abuela, acostándose con Carmen Ríos. No olvide el lector (perdone la exigencia del que escribe, pero en los relatos policiales hay que tener todos los elementos a mano), que la Ríos era Hija de María y, como consecuencia, hermana de Jesucristo. Pero ¿puede uno, acaso, darse el gusto de escoger a los hermanos? Esto lo decimos en defensa de Jesucristo, que murió para redimir al mundo de sus pecados, según dicen.
Y aquí se acomoda, como anillo al dedo, un sospechoso más. Ya de primera entrada está descartado, porque el procedimiento de don Raúl es así, de chasquear de dedos, pero en este mundo traidor todos nos equivocamos. A veces también, cosa rara, la justicia. Y ese nuevo sospechoso es nada menos que la mentada Carmen Ríos.
Bien pudo ser Carmen, ante la renuencia de Luis, que conocía sus antecedentes y vislumbraba los consecuentes, de esquivar a la ardiente Carmen Ríos. Bien pudo ser el dique —perdone el lector el símil— que detuviera el caudal del río de la muchacha. Y bien pudo ella, antes de estar con Teodorico, darse su escapadita, salir corriendito, dar una puñaladita, devolverse rapidito y caer suavecito en los brazos abiertos de Teodorico Mena.
Pudo ser Brunilda, que era una vieja verde. Pero para lo que lo quería Brunilda a Luis no era para muerto. Pueden ustedes estar seguros. Y Luis Rosales, insistimos en afirmarlo, no era dejado: daba lo mismo para él ternera, novilla, que vaca parida. Y Brunilda lo acechaba siempre, se le interponía en el camino.
El autor, a estas alturas, considera que se hubiese evitado el lío en el que se halla hasta el pescuezo, si hubiese decidido que la muerta fuera Brunilda. Pero considera que es mucho el papel gastado y muchos los malabares hechos para ayudar a don Raúl en descifrar el crimen, que no le queda más remedio que seguir adelante.
A propósito —y entre paréntesis— el autor debe decir (vaya obligatoriedad matemática del relato policíaco), que don Raúl no ha agradecido la ayuda. Aún más: lo sindica como autor intelectual del crimen. Dentro de los términos jurídicos, en que el autor es muy versado, el decir del policía es fútil. Si un autor, por el simple hecho de contar una historia —y esta no es una historia sino un hecho real— pudiera inventar un crimen y la policía se vale del carácter de ser el autor intelectual por haber creado la trama, tengan la seguridad los lectores de que los cementerios de este país estarían llenos de cobradores y demás adláteres. Ante la ocurrencia de don Raúl el autor asegura QUE EL NO MATO A LUIS ROSALES.
Y se para en sus reales aquí: cuando empezó a escribir esta historia Luis Rosales ya estaba muerto. Y que no le diga don Raúl que lo mató para escribirla, porque la pereza de que el autor se enorgullece lo salva de una situación absurda: cometer un asesinato, contar que hubo un asesinato y ayudar a un detective de enésima calidad, a conseguir al asesino. Que se cuide don Raúl porque el autor —calda si no— lo dejará difunto al final de la historia.
Cerrado el paréntesis y desahogado el hígado, permítanos el lector otro. El cura puede también ser un sospechoso. En las tinieblas de la noche, con la luna de paseo sabe Dios dónde, entre la tranquilidad no más interrumpida por el chirriar de los grillos, el ulular lejano de una fiera, el ladrido intermitente de los perros, la alcahuetería de un calorcillo que produjo sueño a los habitantes de Platanar de San Luis, hasta acomodarlos en su lecho. Bajo el consentimiento, repetimos, de una noche sin estrellas, el cura pudo haber asesinado a Luis Rosales. ¿Motivos? ¡Quién sabe!
A Luis Rosales le faltaba mucho para morirse y era un pecador. No lo sabía el cura por palabras de Luis, pues no se confesaba. Lo sabía porque ¿qué cosa no se sabe en Platanar de San Luis? Bien pudo el sacerdote —y perdone el lector creyente la hipótesis— adelantar la mano de Dios. La mano que lo enviaría de un empujón al infierno cuando muriese, aunque fuese el día del Juicio Final. Y como el no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy tiene vigencia, tal vez por inspiración divina quiso impulsar el señor cura la mano y pronunciando el fatal ¡vade retro satanás!, adelantó a Dios un trabajo que llevaría a cabo quién sabe cuándo.
No dejaría de preocupar al sacerdote el hecho de que Luis Rosales era causante de su cansancio, después de una sesión en el confesionario. Porque las niñas que se confesaban, con rubor en sus mejillas, decían a alguien por primera vez que no lo eran ya. Y no era una sino varias. Y si ellas no decían sino el milagro, no dejaba el cura de imaginarse al santo, bastante diablo por cierto.
Pero el cura no pudo ser el asesino. IMPOSIBLE. El lector puede estar seguro y hay muchos argumentos que el autor no brinda porque no ha gastado sus ojos en lecturas sobre el comportamiento de los curas en la tierra: le basta con observar y se da cuenta de cómo se comportan.
Pero bien, no hagamos como don Raúl, que desdeña posibilidades con un chasquear de dedos, así. Don Raúl borra y borra de la lista. No hagamos nosotros lo mismo. Pasemos por alto, si es necesario hacerlo, pero no eliminemos en un dos por tres. Uno y todos y cualquiera puede ser el asesino de Luis Rosales. Descartemos únicamente, sí, únicamente, al propio Luis Rosales. La idea del suicidio no tiene asidero, así se valiera el autor de los malabares incomparables de Agatha Christie.
Y como el lector está ansioso de encajarle el asesinato a alguien, volvamos con la vieja Brunilda.
Ya a Luis Rosales le podía la majadería de Brunilda. Está bien una vez o varias. Pero la vieja Brunilda estaba pegada a su sombra. Que Luisito aquí. Que Luisito ¿verdad que hoy sí?
Una vez (y de esto se ha sabido ahora) lo amenazó si él salía (o no salía porque no es necesario siempre salir) con otra mujer. Dicen que profirió maldiciones y que se dejó decir, la muy bárbara, que si no era sólo de ella, moriría. Que ella contaba con poderes superiores para amarrar hombres y otras pendejadas más (perdónesenos el término).
Tal vez (qué desgracia es no tener evidencia y partir de conjeturas) Brunilda cumplió lo prometido. Es posible que quiso vengarse de Luis, pero es improbable. A esas horas, a no dudarlo, Brunilda andaba a la caza de chiquillos de dieciséis para arriba, que era la carnada que más le apetecía.
Brunilda, pues, queda fuera del caso. Pero no la borremos de la lista. Simplemente pongamos un asterisco a la par de su nombre, porque pudo haber motivos.
Pudo Brunilda sentir herido su amor propio (lo tenía a pesar de que lo repartía como hojas sueltas entre todos los hombres). Pudo haber deseado a Luis, precisamente ese día. Pudo Luis negarse y pudo Brunilda darle una puñalada.
Todos estos pudo los ponemos para que el lector tenga presente que la vieja Brunilda pudo haber asesinado a Luis. Recuérdese que no debe descartarse la posibilidad y de que nadie es inocente hasta que no se pruebe su inocencia.

* * *

Y el asunto dejó de ser sensacional para convertirse en el pan nuestro en Platanar de San Luis. Y surgió entonces, en el poblado, el humor por involucrar a cualquier hijo de vecino.
—Dame un trago —le decía cualquiera al cantinero. Si no me lo fias le digo a don Raúl que vos mataste a Luis Rosales.
A propósito de don Raúl, el policía, hagamos algunas consideraciones. ¿Le beneficiaba la muerte de Luis Rosales? ¡No! ¿Estorbaba Luis a don Raúl? No. Luis Rosales era un muchacho bueno y honrado. Enamorado sí, pero el amor no entra entre las causales para que un policía se eche al pico a un fulano, salvo si el fulano se echa al pico a la esposa del policía.
Pero don Raúl era muy viejo: eliminado el factor celos. Era viudo: sepultado el triángulo Luis-La esposa de don Raúl-don Raúl. No tenía hijas: descartado el asunto: recuperación de una honra. Pero si cualesquiera de esas circunstancias se hubiesen dado, es necesario precisar que don Raúl era incapaz de matar a nadie y no olvide el lector que don Raúl era la autoridad. Y si la autoridad es la actora del crimen, pues el cuento no tiene gracia.


* * *

El asunto Luis Rosales lo fue cubriendo la capa del olvido (mejor dicho: la ceniza del olvido lo cubrió).
Primero: ya la investigación tenía aburrido al pueblo.
Segundo: Carmen tuvo un hijo. Dicen algunos que de Luis (Carmen queda descartada).
Tercero: Brunilda, la vieja verde, se hizo loca y anduvo pregonando que ella, con un maleficio, había matado a Luis Rosales (pero un maleficio —elemental— no tiene forma de puñalada).
Cuarto: Amoldo se casó con otra, tuvieron muchos hijos y vivieron muy felices.
Quinto: don Raúl, el policía, se murió.
Y si el asunto se hubiese tramitado en una oficina judicial de la capital, se le hubiera puesto al expediente el sello de "archívese", máxime que Luis Rosales era un humilde peón, de tres pesos la hora, vecino de Platanar de San Luis, analfabeta y sin importancia.
Creció la milpa con la lluvia en el potrero (esto quiere decir que pasaron muchos años). Ya el chiquillo de Carmen, diz que de Luis Rosales estaba en la escuela y tenía otro papá! Y, como es natural, la muerte de Luis Rosales fue recordada cada dos de noviembre con una corona y cada cabo de año con un rezo.
Y nunca, ni en el trámite del homicidio, ni después, se pensó en las posibilidades de que Roberto Méndez pudiese ser el asesino.
Pero paremos ya, por favor. ¿Le importa a usted lector, saber quién es el asesino si usted ni siquiera conoció a Luis Rosales? El autor se niega, definitivamente, a explicar el por qué Roberto Méndez sí tenía motivo y sí pudo asesinar, en una tarde de verano, allá en Platanar de San Luis, a Luis Rosales. Y últimamente, si fue este último sujeto quien lo mató, ¿para qué dar explicaciones?

* * *

El regreso de don Benedicto, a quien una ventolera lo llevó a Platanar de San Luis, como ya dijimos, puso en el tapete, de nuevo, pero ya como recuerdo, el tema de Luis Rosales. Y lo colocó en el tapete don Benedicto, quien todavía sentía su muerte como si hubiese sido la de un hijo de sus entrañas (de las entrañas de la esposa, para ser más precisos).
Y entre tanto qué tal cómo estás, y qué ha habido, y cómo está tu gente. Y entre tanto apretón de manos que si se casaron las muchachas, que si los varones trabajaban con él o habían hecho casa aparte. En que cómo está la cosa por el sur. Entre tanto cómo y por qué don Benedicto, previo a la respuesta, se empujaba un trago de guaro de medio vaso.
Y en su borrachera, trastabillándosele el habla por la terquedad de la lengua que quería dormirse, soltó la noticia de que él era el asesino de Luis Rosales.
Que lo mató porque le deshonró a su hija Mercedes. Que le habló por las buenas y no quiso casarse. Que aprovechó que estaba dormido para darle la puñalada.
Y después de su declaración, se durmió profundamente encima de unos sacos de frijoles en la pulpería.


El fugitivo

Llovió. El aguacero anegó al poblado.
En la cantina la noche trajo variante. Hubo nuevo tema: la muerte de Florencio Rojas.
La noticia llegó como el aguacero: inundó el pueblo. En Santa Rosa flotó un viento de agua y muerte.
Ramón no puso la radio en la cantina. No por respeto a Florencio. Tal vez sí. La muerte borra pasados y no hay que hablar de los difuntos.
Ondeaba el temor, el ojalá no haya sido él, el Dios quiera que no.
Entró Roberto. Le miraron con pena, sin hablar.
—Un trago, Ramón. Lleno.
Lo tomó sin paladearlo. Una saliva y nada más.

* * *

Florencio no era querido en Santa Rosa. Todos hacen memoria, sin rencores. La sangre, revuelta en agua y barro, eliminó la sombra del Florencio malo y dibujó la certeza del Florencio muerto. Macheteado en el arrozal. Confundida su san¬gre con los barreales.
Borran sus recuerdos con el que descanse en paz.

* * *

—Raimundo —dice Roberto al Agente de Policía—: maté a Florencio Rojas.
El agente sabía, como todo el pueblo, cómo molestaba Florencio a Ramón.
"Vos sabés. Me mortificaba. No me dejaba en paz. Empezó por lo de Margarita". Me dijo riendo: ¿Yo? Andate al carajo. Esa hembra es de todos. Espérate a que nazca para ver a quien se parece". La muchacha es buena, vos sabés, Raimundo. La enredó. Resultó la panza y ya. No quiso casarse (que si yo estaba loco, que lo estaba engüevando, que me iba a machetear). La trató de puta. Dijo que ella se acostaba con cualquiera. Le reclamé y nos pegamos. Después no me lo quité de encima. Indirectas, insultos. Me jodía a los chiquillos, le decía groserías a Margarita...
"... Venía borracho… En el arrozal… Sacó el machete, como loco. Tuve que defenderme y lo maté".

* * *

Raimundo entendía, pero era la autoridad. No quería a Florencio. Bastante tuvo que ver con él. Se imaginaba a Roberto en la penitenciaría.
No surgía la solución justa del problema. Raimundo estaba encerrado entre barrotes de leyes. Comprendía que había un muerto. El asesino fue Roberto pero pudo ser cualquiera: nadie quería a Florencio Rojas.
Apareció sin pensarlo. Leyó el radiograma. Hablaba de la fuga del asesino. Se había metido por las montañas y se escondía, posiblemente, por los alrededores de Santa Rosa.
Rompió el silencio:
—Se escapó un reo de la peni, Roberto. Me ordenan la búsqueda y el arresto. Con tu ayuda podremos atraparlo. ¡Arrestaremos al asesino de Florencio Rojas!


“¡Aquí voy yo: Andres!"

El auto, que venía en sentido inverso, rompió una acuarela de reflejos. Andrés tocó la bocina del suyo con ánimo recriminatorio. Pero el sonido fue melodioso: así lo había escogido él, porque ese ritmo le emocionaba. Tanto hasta indicar: ¡Aquí voy yo: Andrés!
Las luces de neón, en la amplia calle, hacían esbozos de líneas rojas, amarillas, azules. Pinceladas que se deshacían y se formaban al ritmo del abre y cierre del neón de los comercios.
El pavimento húmedo conservaba todavía algunos charcos, que los automovilistas rasgaban, en su ánimo de desbaratar espejos.
Andrés pensó que el automovilista estaría ebrio. Porque la calle era ancha, suficientemente ancha. Y pasó junto a su automóvil insolentemente. "Algún taxista de alquiler", se dijo. Pero al observar por el espejo retrovisor, comprobó que no lo era. También se dio cuenta de que el otro auto era un 49, y sonrió.
Una brisa se esparcía entre la humedad hasta entorpecer la bruma. El aguacero hacía poco había concluido. La ciudad ya casi ni enseñaba transeúntes, entretenida en el frío de sus aceras.
Andrés puso a funcionar el mecanismo de las escobillas del parabrisas, para desalojar unas gotas. Las luces de los anuncios le dieron enfoques de azul, rojo, amarillo, azul.
Sacó el pañuelo y el perfume le recordó a Ester.

* * *

La bocina engarzó con sonidos al silencio: "¡Aquí voy yo: Andrés!"… "¡Aquí voy yo: Andrés!"
Y Andrés se adueñaba de la noche, como quien monta un toro bravío, que como brida tiene una manivela y a quien miran, con envidia, tantos y tantos hombres, montadores sin toros bravíos o aspirantes a chevrolets de cualquier modelo.
Toda su vida estaba allí. Su aspiración, su anhelo. Él era Andrés; nada menos que Andrés: Andrés propietario de un Chevrolet 51. "Un taxista de alquiler con un Chevrolet 49"—pensó al recordar al otro. Sintió deseos de reír, pero la señal del semáforo le hizo acortar la distancia.
Había querido ser torero. Montador como en la hacienda de don Pedro Rojas, en donde de muchacho de hacer todo, veía a los montadores. Torero como Manolete, a quien había visto perecer entre las astas del toro, en una película mejicana, que no recuerda cuándo vio.
La vida, después, le arrinconó en una bodega de la ciudad.
Las luces de neón, en el trayecto sobre la calle, llenaron de líneas de colores las huellas que las llantas pintaban sobre el pavimento.
Una vida dura, de privaciones y de sacrificios. Pero ahora Andrés tiene su automóvil, su Chevrolet 51 ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!"). Ahora él sí es Andrés: "¡Aquí voy yo: Andrés!".
Fue así, con automóvil, como conoció a Ester.
Siempre había admirado la facilidad de los automovilistas para conquistar muchachas. Y así le sucedió con Ester.
Había visto en el cine a mujeres hermosas: entre ellas a las cabareteras, que pasaban una noche con uno y la siguiente con otro. Pero todos hombres con automóvil, con dinero, con su apartamiento discretamente ubicado: el juego de muebles, la mesita con el litro de wisqui y la hielera y, atrás, tentadoramente previsto, el canapé.
Un borracho venía por la acera. La bruma se acentuaba al cese de la brisa, que, tenuemente, se había esfumado. Ya la noche se aburría de la mojazón del paisaje, y, caprichosamente, elevaba los resplandores de los anuncios sobre la niebla rala.
Esa noche Andrés no tuvo conquista. Tampoco las anteriores, excepto cuando Ester. Pero ya él tenía su automóvil: esa era la realidad. Ester, a pesar de que no era lo usual en los automovilistas que Andrés había envidiado en el cine, no fue su conquista de una noche. Se le adentró y se le mantuvo a flote en su amor. La había conocido a la salida de un club nocturno ("¡Cómo le llenaba decir night club!") una noche de tantas. Pero no se fue: se introdujo en él como parte ya de su vida.
Una nueva conquista, la indispensable ahora, la del homenaje a su Ester, no se había presentado. Llegaría, necesariamente, "¿no tenía, acaso, su automóvil?".
Por la acera se deslizaba una pareja. Andrés avisó su existencia y tiró afuera el borbotón de música de su bocina: "¡Aquí voy yo: Andrés!" La niebla de la noche, paralela de los faroles, se dejaba abrir paso por el acelerador del auto. El reloj de una torre, sin prisa, marcaba las nueve y media.
Estaba cansado. Todo el día de labor en el almacén, agobiado por la prisa de los compradores.
El paseo nocturno, en su automóvil, era para él un buen descanso: por lo menos aceleraría ese olvido hacia Ester.
Pero esta noche, con niebla y aguacero previo, le había recargado su carácter. Se sentía abochornado. Era él y Ester y todo. El mal humor se le acentuaba, se le crecía, pugnaba rebelde por inundarse en furia, en llanto, en cualquier cosa.
Todo su esfuerzo en conseguir la prima del automóvil, comprado a plazos. Ester. Todo su universo le escocía, le ahogaba. Pensó en que sería conveniente tomarse un trago pero no tenía dinero.
Entonces decidió conducir lentamente e irse a dormir. Salió de la calle principal y tomó una adyacente en dirección a su casa.

II

Cuando estuvo solo, Andrés revisó de nuevo la pieza. Nunca había estado allí, ni en ningún lugar parecido. Pero ahora sí lo estaba. ¿Por qué? Le dio pereza pensar, analizar. Significaba remover adentro todo lo que él ya había dicho; lo que no le habían creído; lo que tuvo que decir dramáticamente, en forma casi suplicante. Pero el hombre, frente a él, le escrutaba, quería penetrarle, introducírsele y accionar algún mecanismo que le obligara a decir lo que el hombre quería que él dijese.
Estaba cansado. No hacía calor, pero sudaba. La agitación se movía en sus residuos; su pulsación aún estaba alterada. Quizás para descansar fue que hundió su rostro en sus manos. Un torrente de lágrimas quería inundar las manchas de sangre seca.
En la soledad de la pieza se escuchó, rudamente, el timbrar del teléfono.
"¡Aquí estoy yo: Andrés!"—pensó. Una sonrisa amarga se le dibujó en la cara. Y entonces sí lloró. Convulsamente, con sentimiento, con impotencia, como hacía mucho tiempo no lo hacía.
Ni siquiera escuchó el chirriar de la puerta y el paso de varios hombres. Ni siquiera sintió la mirada escrutadora del juez.
El teléfono, de nuevo, timbró con la fiereza de un veredicto.
Dos hombres tomaron a Andrés. Sin hacer resistencia caminó, trastabillándose en sus presentimientos.
La noche, afuera, ya había deshecho los resplandores de neón; los reflejos azules, amarillos, rojos, azules.

* * *

Andrés, tirado sobre el camastro, contó 48 agujeros en el techo de zinc. ("Mi Chevrolet es un 51"—pensó). La celda estaba fría. En las otras tablas un borracho roncaba los humores del aguardiente. Por el corredor, los pasos se acompañaban por las sonajas de las llaves.
Una mujer, escandalosamente, desde una celda cercana, exigía un vaso de agua.
Andrés se sentó en el borde de sus tablas, que colocadas en un rincón le servían para meditar. Los pies, colgantes, apenas rozaban la frialdad del brusco piso de cemento.
Ante su mente surgió la imagen: un filme macabro. Se sintió protagonista de alguna película italiana, con cárcel, borrachos, prostitutas, guardianes. Y él que quería serlo, pero de actor romántico, con apartamiento y dinero y su Chevrolet 51 ("¡Si pudiese cambiarlo por un 56!"). Y frente a él, como una estaca, el recuerdo de la mirada escrutadora de la autoridad que dio el fallo de su condena. El fallo que aún, después de la mala noche, se le desacomodaba en su cerebro.
"¡Aquí estoy yo: Andrés!"

* * *

"¡Aquí estoy yo: Andrés!".
Si él no se hubiese enamorado tanto. Pero, "¡quién no lo hubiese hecho!". ¿Habrá alguno —pensaba— que no cifre toda la vida en lo que tiene, mas si ello es un Chevrolet? ¿Tendrá, acaso, el juez un automóvil? "¡No seas idiota, Andrés!" Si lo tuviese no se hubiera comportado tan estúpidamente. No comprender una cosa tan sencilla: se me interpuso en el camino. Nada menos que se atravesó al paso de mi Chevrolet. ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!"). ¿Qué será de Ester? ¿Habrá dormido sola? ¿Estará durmiendo sola desde hace tres noches? ¡El día que yo la sorprenda! Tendrá que seguir caminando a pie, o irse con cualquiera. Pero, ¡quién podrá hacerle el amor como yo! ¿La quiero? Sí, la quiero: ¡como a mi Chevrolet! ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!").
El borracho del camastro contiguo le miró estúpidamente.
El sol, entre tanto, metido en la celda por una ventana, dibujaba barrotes en la pared de enfrente.

* * *

El juez con su mirada de chuzo ("¡Un desgraciado juez sin automóvil!") había insistido en su culpabilidad. Y allí, en la celda, estaba Andrés ("¡Aquí estoy yo: Andrés!"). Fue grosero el juez. Andrés explicó, pero insistía en que pudo haber parado el auto, darle el paso cortésmente ("¡Cortesía! ¿Y no se atravesó al paso de mi Chevrolet?"), que Andrés no venía a velocidad, que la calle era amplia, que pudo haber desviado, que... Pero Andrés estaba cansado. La noche, con niebla y aguacero previo, le había recargado su carácter. Y además Ester ("iSi lograra sorprenderla!"). Ni él había conseguido la conquista de la revancha. ¿Le interesaba hacerlo? "¡Sí!". No, realmente. ¡Quería hacer lo que Ester, presumiblemente, estaba haciendo con otro!
Había trabajado mucho últimamente. Para comprar una alfombra para el auto, para gas, para ciertas reparaciones, para pagar los intereses al prestamista, que le dio el dinero de la prima, para un vestido nuevo con qué retener a Ester...
(La mirada de taladro, el tirabuzón de los ojos del juez, los pasos de llavero, la prostituta ebria, los ojos extraviados del borracho, Andrés, un muerto en la calle, sobre la humedad del pavimento, la niebla, los reflejos en la cara del muerto, la vida, la maldita vida que le había tocado vivir. Ester, Ester acostada con otro, el Chevrolet 51): "¡Aquí voy yo: Andrés! ¡Aquí estoy yo: A N D R E S !!!" (El golpe del puño sobre la tabla del camastro despertó un ronquido del ebrio del camón contiguo. La prostituta, en la celda cercana, tiraba una gritería de insultos atropellados).
"¿Qué será de Ester? ¿Y del automóvil? ¿Irá a quedar a la intemperie, formándosele en la carrocería todo un capricho de reflejos y de sol y de miradas de la gente, que a esas horas estaría pasando por la acera, a la orilla de la calle? ¿Ya habrán enterrado al difunto? ¿Qué dirán en el Almacén? ("¡Andrés no ha venido hoy!”) … Ya debe saberse lo de anoche. ¡El fotógrafo ¡Desgraciado fotógrafo: me ametralló con fogonazos como si yo fuera un criminal. Como si quisiera aprisionar mi cólera, mi mal humor, todo eso de que es culpable Ester."
El día mantenía su curso lento, muy lento, tremendamente lento. Los 48 agujeros del zinc del techo filtraron charcos de sol entre la celda.

III

Fue un caso más.
"Habrá que reponer a Andrés" -dijeron en el Almacén.
La prostituta ebria, al salir de la cárcel, observó el Chevrolet 51. "El carro de Andrés —se dijo. ¿Habrá venido a buscarme? ¡No! Mi Andrés sabe que su Ester es una santa"—rio sarcásticamente.
Un pregonero tiraba a la intemperie un grito estridente: "Muerto en plena vía pública un ciudadano".
El día transcurría lentamente, lentísimamente, demasiado lentamente.
El juez, en el almuerzo, dijo lo usual: "Oh juventud. Dichosos tiempos aquellos". La esposa ni siquiera le entendió. El mayor de los hijos le solicitó el auto para acompañar a su novia desde el colegio.
Andrés, en la cárcel, proyectaba sobre la pantalla de su desgracia toda la historia:
"...los rótulos de neón de los comercios reflejaban su parpadeo en la humedad de la calle: azul, rojo, amarillo, azul.
El pavimento mojado. Algunos charcos, que los automovilistas deshacían, en su ánimo de desbaratar reflejos. Las luces, en la amplia calle, dibujaban esbozos de líneas rojas, amarillas, azules. Pinceladas que se deshacían y se formaban al ritmo del abre y cierre del neón. Andrés estaba cansado. Salió por la noche para olvidarse de Ester. Para aliviarse de la idea de
Ester, para no recordar que Ester se había ido, que estaría acostada con otro.
Fue un día de trabajo intenso, punzado por la prisa de los compradores. Acrecentado por los vencimientos de las deudas, por Ester, por el Chevrolet 51. Andrés se sentía abochornado, de mal humor.
Había decidido guiar muy lentamente e irse a dormir. A dormir sin Ester ("¿Cómo se dormía sin Ester?"). Recuerda que se desvió de la calle principal. La pereza se le maniataba en los pedales, que generaban lentitud a las llantas. El mal humor lo carcomía. Conducía despacio. Muy despacio.
La niebla, cada vez más intensa, se dejaba taladrar por la paralela de los faroles, al paso del automóvil.
Andrés pensó que le caería bien un trago de licor, pero no tenía dinero. No tenía dinero y el problema con Ester surgió allí: ella quería ir a bailar, pero...
…A cinco varas de distancia un transeúnte se bajó de la acera para atravesar la calle. Andrés sintió una molestia enorme. "Qué se piensa éste. Primero un taxista de alquiler, con la grosería de un Chevrolet 49". ¡Aquí voy yo: Andrés! —dijo con la bocina. Hubiese preferido que en vez de melodía saliese un insulto. El peatón, asustado, se detuvo violentamente. Dijo algo a Andrés, que le molestó. Con una furia repentina, que resumía todo lo que le mortificaba, Andrés paró su automóvil. Quiso responder al insulto del transeúnte. ¿Sí? No, en realidad. El hombre, atrevidamente, se interpuso en su camino. Se interpuso a Andrés, a su Chevrolet 51. ¿No era eso, simplemente, una alevosía? ¿Cómo iba, cualquier sujeto, a interponerse en su ruta? Y el hombre ese tocó con sus manos sucias el guardafango de su automóvil. Del automóvil que él había lustrado con cera, en cuya compra gastó los últimos tres cincuenta, con los que pudo haber complacido a Ester".
Y después llegó la autoridad.

Ya el transeúnte yacía sin vida sobre el pavimento húmedo. Uno que otro reflejo azul, rojo, amarillo, azul, de los resplandores del neón, se le anidaban en las facciones repletas de muerte. Las manos de Andrés, llenas de sangre, todavía se crispaban, en ademán de círculo, como si aún apretaran el cuello del hombre. Todavía se cerraban, en remedo de puños, como si aún golpearan al contrincante. Todavía estilaban, en chorrear de angustia, intensificando el rojo rojo de los reflejos.


Fabian Coto Chaves - El país de las certezas

$
0
0



Dos mil quince, año en que debuta Fabián Coto Chaves con su cuentario "El país de las certezas" Aquí compartimos una pequeña muestra de lo que el autor nos ofrece y que en palabras de Fernando Durán Ayanegui se trata de: "Relatos sorprendentemente bien escritos, en los que el autor hace un extraordinario despliegue de originalidad y variedad temática." y para muestra un botón:


El mar

Tenía poco más de 20 años y nunca había visto el mar. Es cierto que la preocupación por ver el mar es relativamente reciente en la historia; sin embargo en 1948 un muchacho jactancioso y faruscas como lo era él necesariamente debía conocer el mar. Por eso se enlistó con los rebeldes. Su decisión no entrañaba la más mínima convicción política. Poco le importaba el asunto del sufragio. Poco le importaban los comunistas, los linieros y los matones de Paco Calderón. A él solo le interesaba conocer el mar. Así fue como se sumó a los muchachos de Chico Orlich que volaron luego en el avión de Macho Núñez. Cabe decir que su frustración fue enorme cuando le indicaron que debía permanecer en San Isidro y que solo los más experimentados actuarían en la Operación Clavel, código que designaba la toma de Limón por parte del Ejército de Liberación Nacional. Pero sus obcecados ruegos al fin lograron persuadir al capitán Núñez y a los otros oficiales y, de este modo, un 11 de abril de 1948, Joaquín Chaves Cortés volaba en un DC 3 desde Altamira hasta Limón. Integró una de las columnas que viajó por la playa hasta el puente de Cieneguita y participó en la toma de la Loma de Garrón. Y en medio del sonido de las ametralladoras Neuhausen, los gritos, los vivas a Otilio Ulate y las detonaciones de Máuser 98 Joaquín pensaba que, después de todo, el mar no era gran cosa. “Solo es un montón de agua con otro montón de agua encima”, solía decir mientras recordaba la textura de la arena adherida al rostro, las aguas abultadas del Caribe y el olor a pólvora quemada.

Un recuerdo improbable de la guerra del 48

Tengo pocos recuerdos de la infancia. Recuerdo, por ejemplo, que papá tenía una radio en su taller de ebanistería y que ahí se reunían otros hombres a escuchar cosas de las que no supe mayores detalles. Por aquel entonces mi padre solo era un hombre grave que se ponía saco y salía en las noches y que regresaba, a veces agitado, a veces nervioso, contando cosas incomprensibles. Recuerdo a mi mamá, hecha un nudo de rosarios, sobresaltos e hilos de coser. Mi hermana Marta lloraba y sufría ataques de nervios y mi otra hermana, Leda, permanecía impávida, escuchando radionovelas.
Puedo transportarme a esa tarde de abril del 48, cuando llegó mi abuelo Carlos a decirle a mamá que debíamos irnos, que Figueres entraría a Cartago y que si el Gobierno oponía resistencia aquello iba a ser una matazón. Mi madre cogió los chuicas, ciertos víveres y algunos enseres y nos montamos en un carro que nos llevó a la finca de mi abuelo, en Aguacaliente. Marta lloró durante todo el camino mientras Leda se entretuvo mirando los árboles y preguntándole a Mamá cómo se llaman los pájaros amarillos que cantan en las ramas secas de los porós.
Mucho tiempo después, Marta me contó que ese recorrido fue especialmente peligroso. Según ella, cuando íbamos bajando la cuesta de Cerrillos, un avión Douglas de la Legión Caribe pasó volando metralla de manera indiscriminada. Pero yo de eso no recuerdo nada. Solo veo ráfagas ecológicas, potreros inmensos, vacas paciendo, cabras y lecherías ruinosas. Y veo a papá, en el corredor de la casa, agitando una mano, apoyándose con la otra en el Máuser 98 que le entregaron los figueristas, con un sombrero y un chaquetón a cuadros, y con su perro mayoral al lado. Según supe luego, papá se quedó en la casa porque temía a los saqueos y estaba decidido a repeler con plomo cualquier intento de revanchismo por parte de los caldero-comunistas.
La memoria de mi estancia en la finca del abuelo dista mucho de ser escrupulosa. Se me viene a la mente una escena, que bien puede ser falsa, en la que aparece Marta, con un vestido claro y con el pelo recogido, recolectando agua del río con una olla negra de hierro colado. Luego veo a mi abuelo Carlos tratando de sintonizar una radio con una antena hechiza que nunca pudo transmitirnos noticias ni canciones de Agustín Lara. Hay, además, un recuerdo improbable de unos soldados que llegan en la noche pidiendo café, ateridos, con pantalones army hechos girones y unos sarapes sucios que les cubrían la espalda. Tiempo después le pregunté a Marta si recordaba aquella escena y me dijo que no, que nunca llegaron soldados oficialistas a pedirnos nada, y que si hubieran, llegado posiblemente papá Carlos los hubiera agarrado a tiros.
La guerra duró poco y podría decir que, en definitiva, mis recuerdos de la infancia se reducen a los recuerdos de la guerra. El mundo exterior de mi niñez era la guerra civil y sé que en ella había matones y toques de queda y aserraderos incendiados y aviones que volaban bajo lanzando tanques de oxígeno con dinamita y titulares de periódico y esquelas de muertos. Sin embargo, no soy capaz de asirme a nada de eso como suele hacerlo la gente con respecto a su historia íntima. Yo me he visto en la necesidad de llenar mi historia con noticias sórdidas y dudosas acerca de una guerra en la que no tuve mayor involucramiento.
Ninguno de mis tíos recibió siquiera una trompada y tras los acuerdos de paz mi tata devolvió el máuser 98 con la caja de municiones intacta. Es decir, para mí la guerra y la infancia fueron, más o menos, un paseo a la finca de mi abuelo. En el barrio, algunos vecinos decían que Figueres había mandado matar a un negro que era comunista y que venía de la Línea. Decían que lo habían matado detrás del cuartel y que lo habían enterrado ahí. Pero bueno, yo de eso tampoco recuerdo nada. Y de todos modos, hasta donde sé, en Cartago nunca hubo negros.

Challenger

Dio la casualidad que ese mismo día recibió como regalo unos binoculares. Desde su habitación no podría contemplar los fragmentos del Challenger pero sí los imaginaba suspendidos en el aire, debido, tal vez, a un capricho óptico de la lejanía. Él y su mamá habían visto la transmisión de Canal 7 con el conteo dramático y el ascenso, y luego habían visto el inmenso chorro de fuego, humo y trozos de metal que acabó con todo. En un principio, ambos se sintieron aliviados al recordar que Franklin Chang no viajaba en esa misión. Pero, más allá de eso, en el Challenger viajaban los astronautas a los que él había escrito cartas y enviado postales con imágenes del Volcán Irazú y del Valle de Orosi.
Casi inmediatamente después de la explosión, subió las escaleras y tomó los binoculares y fue hasta la ventana de su cuarto para mirar al cielo. Por un momento pensó que las manchitas de pintura que figuraban en el cristal correspondían a los fragmentos del cohete. Sin embargo no había nada, solo la unanimidad celeste de una tarde de enero, salpicada de nubes y de pájaros. Para él la muerte era algo que solo podía pertenecer a la tierra, a lo telúrico. No podía imaginar una muerte en gravedad cero, una muerte en la que los cadáveres quedaran suspendidos en el aire. Y tampoco podía concebir que los restos de los astronautas a quienes él escribió cartas y envió postales seguirían cayendo por siempre sobre el océano y sobre los campos donde había vacas y ciudades.
En una vana tentativa por aliviarle la angustia, su mamá le dijo que no se preocupara, que total los astronautas habían muerto instantáneamente, que no habían sentido dolor alguno, que habían dado la vida por una causa noble y que morir así es más bonito que morir en un hospital lleno de tubos y mangueras. Pero él siguió acongojado durante semanas y meses e incluso, cuando Franklin Chang pasó en un jeep descapotado frente a su casa, no pudo olvidar la perturbadora geometría de ese chorro de fuego, humo y metal.
Después vendrían más viajes al espacio y vendría la tragedia del Columbia y vendría la cancelación del programa espacial, y Franklin Chang regresaría a Costa Rica. Al día de hoy, cada vez que mira a través de unos binoculares, siente esa misma sensación de vértigo que sintió aquella tarde de enero de 1986 cuando el cielo y la distancia se resistieron a mostrarle los fragmentos del cohete y los primeros indicios de la muerte.

Un viaje al país de las certezas

Nos situamos en los alrededores de la Plaza de la Cultura, más o menos, en el año 1989. Mi papá está en la Armería Polini preguntando por un magazine para el .22 Ceska Zbrojovka semiautomático que compró en Limón. Yo me escapo y voy a Bubis, una tienda josefina de productos importados en la que solían comprarme esos chocolates y chicles que saben a Disney World. Al cabo de unos minutos nos encontramos: mi papá no halló el cargador que buscaba y yo solo compré unos chicles Wrigley’s. Él me reprende por alejarme sin su autorización. Yo pido perdón.
Caminamos hasta la Billy Boy y nos sentamos donde siempre. Salitas, un mesero de bigote minuciosamente recortado saluda y pregunta por mi mamá y mis hermanos. Mi papá hace una broma y ambos ríen. Ordeno hamburguesa con aros de cebolla y pepsi mediana. Él pide un sánguche de frijol con papas a la francesa y café negro. Luego me cuenta algo acerca de la primera vez que fue a San José en el Plymouth 51 de mi tío abuelo Carlos Francisco. Según dice, las curvas del viaje, aunado a su ya de por sí reconocido padecimiento de claustrofobia, le provocaron unas náuseas tremendas.
Terminamos de comer. Pagamos. Mi papá se escarba la dentadura con un palillo de dientes y luego salimos a la Avenida Central con rumbo a la Librería Lehmann. Después de una rápida observación de los estantes escogemos mis útiles para la escuela. Él se resiste a creer que este año voy a necesitar un compás y un portaminas Staedtler 0.7. Al final cede. En definitiva la negociación es breve y a la vez favorable a mis intereses: un compás y un portaminas Staedtler 0.7 a cambio de que el portafolio no tenga cierre de velcro ni estampado. Acordamos que la selección del bulto puede esperar a febrero. Sospecho que él tratará de persuadirme para que use el bulto que mi hermano no quiso. Decido pensar en otra cosa.
Salimos y en seguida mi papá propone ir al Parque Bolívar.
El tigre de Bengala, metido en una jaula diminuta, parece un incidente de fuego que entristece a todos los guerreros de la historia. Al lado nuestro hay un carajillo estúpido, uno de esos mocosos irritantes que se resisten a asumir su edad. Se dirige a su acompañante, al que presumo su padre, y pregunta si los tigres pican. Yo siento desprecio por él, por sus medias y por su obesidad.
Los leones no me impresionan mucho. A decir verdad nunca me han impresionado. Su forma de rugir me resulta vulgar, semejante a un pujido. Luego caminamos y vemos un oso y un puma que huele muy mal. Mi papá me cuenta que hace unas semanas un señor de Aguacaliente cazó un puma, en las montañas del sur de Cartago, muy cerca del sitio donde él, mi abuelo y yo, acostumbrábamos ir de cacería. Pienso si, quizás, yo no sería capaz de disparar a un puma.
El viento de la tarde es frío. Me abrigo, y mientras caminamos hacia el parqueo del Hotel Presidente valoro la posibilidad de pedir a mi papá que nos detengamos en la Pops de Curridabat para comer una nieve de limón. Luego viene el viaje de regreso y hay un país de nubes y un cerro oscuro y después la entrada a Cartago. Vamos llegando a casa, y mientras contemplo el portaminas Staedtler 0.7 y la cartuchera siento algo que bien podría compararse a la felicidad o, a lo mejor, al germen de todo ejercicio de nostalgia.
Cuando llegamos a la casa, el ruido de los transformadores eléctricos se mezcla con las bombillas de los postes, creando un zumbido que yo imagino semejante al sonido que emiten las ánimas del santo purgatorio. Pienso que, en caso de que este año muera otro de mis tíos abuelos, al menos podré llevar mi portaminas Staedtler 0.7 al rezo y podré hacer dibujos mientras la rezadora les lanza plegarias a las ánimas, como señales o advertencias de otro mundo.

Los pájaros de Gerd von Rundstedt

Fabián Coto Chaves
La Wehrmacht lanzó su ofensiva para delimitar un pedazo de Bélgica y convertirlo en el lugar más triste de la Tierra. Según relatan los cronistas, un 17 de diciembre cerca de Baugnez, algunos elementos del Batallón de Observación de Artillería de Campo estadounidense se enfrentaron con un Kampfgruppe destacado en la región. Tras una breve batalla, los estadounidenses cayeron rendidos ante los alemanes y fueron hechos prisioneros. Minutos después una división SS se presentó al lugar y abrió fuego contra los prisioneros desarmados, lo que desató el pánico de unos y el asombro de otros. Luego, los SS continuaron su marcha, se internaron en los bosques y se confundieron con la nieve y los árboles. Nunca se supo cuáles razones motivaron la ejecución de los prisioneros ni tampoco se supo qué suerte corrió dicho grupo de oficiales. Sin embargo, cierto médico y filántropo sueco escribió un libro, aún inédito, en el que recoge el testimonio de algunos habitantes de Valonia, los cuales coinciden en que, durante toda la década de los 50 y principios de los 60, hubo avistamientos de soldados SS que vagaban por los bosques asesinando pájaros.

Fabian Coto Chaves (Cartago, 1981) Escritor. Columnista de la revista Paquidermo. Cursó estudios de historia en la Universidad de Costa Rica (UCR) y de edición literaria en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Vive en San José desde 2009.







Sergio Arroyo - Plancton

$
0
0

Sergio Arroyo nos regala un bocado de lo que contiene su cuentario Plancton. Y que sirva de invitación al resto del banquete, "Un libro añejado a punta de aguaceros, un homenaje a los incendios que coponen la memoria, a las personas y lugares que sobreviven contra todo pronóstico, a esas nobles costumbres para contradecir la muerte" Laura Flores.



Recursos humanos

No sabía si actuaba por odio o por venganza. Quizás todo se debía a la soledad de la jubilación o, simplemente, a la belleza del acto. Tenía la mitad de la ciudad rotulada con pancartas o simples hojas impresas con ofertas de empleo. Todas eran falsas. A veces pasaban dos días enteros sin recibir ninguna llamada, a veces cinco, pero todas las semanas al menos una persona lo llamaba para preguntar por un puesto de cocinera o una plaza de albañil. Él abandonaba cualquier cosa que estuviera haciendo y se entregaba a la conversación, extendiéndola tanto como fuera posible. Al final siempre desestimaba a los solicitantes diciéndoles que recién habían dado el puesto a una cocinera de mucha experiencia, o que acababan de contratar a un joven albañil. Luego les prometía considerarlos para la próxima plaza vacante y se despedía con calurosos agradecimientos, que eran las únicas palabras sinceras de su farsa. Luego de colgar, se descubría con el corazón acelerado y las mejillas tibias. Lo emocionaban mucho los breves momentos que compartía con personas necesitadas. En muy poco tiempo se había vuelto adicto al hambre de los demás.



El uniforme

Para A.

Los lunes usábamos uniformes morados; los martes, amarillos; los miércoles, azules; los jueves, verdes, y los viernes, blancos. Lo hacíamos con la misma naturalidad con la que cambian las estaciones y el día a la noche. (Con eso quiero decir que no parecía algo que hubiéramos decidido un día durante el almuerzo.) Fue un acuerdo verbal, por llamarlo de algún modo, porque entre nosotros no hacía falta que pusiéramos nada por escrito. Éramos distintos. O eso pensábamos.
Un día uno introdujo una variante en el orden: era lunes y llegó al trabajo vestido de blanco. Todos nos quedamos pasmados, como a la vista de un fantasma. Pero a pesar de la sorpresa, nadie se atrevió a decir nada. Sería por culpa de un imprevisto: se le regaría el café al desayunar, simplemente se le habría olvidado o nos estaría haciendo a los demás una broma pasajera. Después, volvimos a nuestras actividades de siempre y pretendimos que no había pasado nada.
Sin embargo, conforme pasaron los días, en vez de abandonar lo que ya no podía ser un hecho aislado, el que vino de blanco aquel lunes contagió a dos más y estos a otros tantos, hasta que yo fui el único en la oficina que se mantuvo irreductible con el código de colores.
(A estas alturas ya debe ser evidente que el que vino de blanco aquel lunes fui yo. Yo me conozco mejor de lo que la mayoría piensa. No lo hice ni por equivocación, ni por jugar una broma ni mucho menos por el deseo de ser diferente de los demás. Cuando me iba a vestir, la mano evitó el uniforme morado y buscó el blanco, como la cosa más natural del mundo. Se puede decir que me puse el uniforme blanco a sabiendas de lo que hacía. Pero saber algo no significa entenderlo. No sé por qué lo hice, y si yo mismo no lo sé, cómo puedo esperar que los demás lo hagan.)



Madre De dios Y Madre Nuestra

Sé cuando está soñando porque habla dormida. Pero por más empeño que pongo, nunca logro entender con claridad lo que dice. El tono es inconfundible: parece prometerle a alguien dinero o favores a cambio de algo, talvez guardar un secreto o no hacerle daño. Sin embargo, las promesas no parecen llevarla a ninguna parte porque el patrón se repite casi todas las noches sin ningún cambio: comienza a llorar –siempre en el sueño– y luego se queja con una terrible desesperación que me llena de culpa y me obliga a despertarla para que no sufra más. Su cama está al lado de la mía, por lo que solo debo llamarla en voz alta para que se despierte. Cuando esto no es suficiente, saco una pierna de las cobijas y la muevo un poco; por lo general, basta con tocarla con la punta del pie. Cuando ella me pregunta qué pasó, yo solo le digo que tenía una pesadilla. No entro en detalles. No me gusta mentirle.
A veces no la despierto. A veces la escucho gritar con una desesperación terrible, como si la violara un tropel de hombres hasta dejarla moribunda, o talvez una jauría de perros en celo, que se saciaran con su cuerpo amarrado a una piedra. Podrían ser tantas cosas... Pero lo importante es que lo que dice en sueños no basta para compadecerme y rescatarla de sus pesadillas.
Cuando logra despertarse por sus propios medios, lo primero que hace es tratar de incorporarse, en medio de jadeos. Voltea a verme, como para asegurarse de que yo estoy allí para cuidarla o de que aquel es nuestro cuarto o que la pesadilla ha terminado. Al comprobar que estoy allí, se siente segura. Lo sé porque su respiración se estabiliza y pronto se vuelve a quedar dormida. Yo la veo con los ojos entreabiertos. Se ha de imaginar que todo el tiempo he estado dormida.
No creo que sea una mala madre por no despertarla. En esta vida todos tienen que aprender a sufrir.



El ocelote


Sergio Arryo
La afición de doña Luisa por los gatos parecía infinita. Su soledad y los años la habían ayudado a amasar una fortuna de más de sesenta animales de todos los tamaños y colores. Vivían desparramados por toda su casa: en la cocina, la sala, el jardín, el comedor y, sobre todo, en su cuarto, tan vacío desde la muerte de su esposo. Casi no recibía visitas de sus familiares porque estos sabían muy bien que su casa se había convertido en un volcán de caca de gato.
Una de sus pocas salidas mensuales era al banco, para cobrar el dinero de su pensión, que destinaba casi por completo a comprar alimento para sus animales. Estaba segura de que en el barrio la tenían por loca o poco menos que loca, pero para ella la única opinión que contaba era la que se podían formar de ella sus queridos gatos.
Un día sucedió algo que trastocó el orden de las cosas: se apareció en la casa un gato diferente: de cuello largo, ojos pequeños y penetrantes, manchado de las orejas al rabo, un poco más grande y esbelto que los demás, y naturalmente engreído. Doña Luisa nunca había visto a un gato con aquel porte y lo adoptó emocionada. Desde el primer día, el recién llegado desplazó a sus dos o tres gatos favoritos.
Poco después apareció mutilado el cuerpo de una gata parturienta, sin rastro de los nonatos. Luisa se espantó y no atinó a formarse ninguna explicación. Buscó por toda la casa, hasta descubrir al gato manchado, solo, en un cuarto. No podía dejar de relamerse la sangre del hocico y las garras.
Pobrecito, dijo la mujer, tenías hambre, ¿verdad?
Desde ese día, doña Luisa procuró alimentar al nuevo gato antes que a todos los demás. Sin embargo, a pesar de todos sus cuidados, de vez en cuando aparecían en la casa señales de nuevas masacres, algunas más terribles que otras, todas sangrientas. Y el número de gatos que doña Luisa cuidaba en su casa se empezó reducir apenas sensiblemente.



El himen de María

Joaquín presenció el alumbramiento de su esposa. La partera le entregó a la niña en sus manos y él la sostuvo en alto. Al ver su frágil cuerpo desnudo y al sentir su peso delicado, el hombre pensó: “Todo el honor de mi familia depende del himen de mi hija recién nacida”.
Tras esto, el himen de la niña se contrajo y se rompió. Joaquín, que no podía darse cuenta de esto, le devolvió la niña a su mujer.
Justo cuando su padre dejó de tocarla, la recién nacida se iluminó.


Sergio Arroyo (San José, 1976). Escritor y editor. Estudió filología española en la Universidad de Costa Rica. Formó parte del desaparecido Taller-Estudio Poiesis. Esta selección forma parte de Plancton (EUNED, 2016), su primer libro de narrativa.


Diego Van Der Laat - Reparticiones

$
0
0




Diego Van Der Laat, comparte una muestra de su cuentario "Reparticiones" premio nacional Aquileo Echeverría en la rama de cuento 2015. El cual en palabras de Luis Chaves “Los textos de Reparticiones se parecen mucho a lo que un lector quiere leer, pasan las páginas, se va corriendo del eje y el lector se da cuenta de que la idea de van der Laat era otra, y era mejor¨(….) Y por si fuera poco, amalgama la colección con unos textos intermedios que, sin temor a exagerar, son los que le meten radioactividad al libro. Lo que sería una muestra notable de relatos se convierte, gracias a ese gesto original e irrepetible, en un libro para releer.”Y complementa Carla Pravisani “Los cuentos de Diego van der Laat se respiran en una atmósfera en la que escasea el oxígeno. Apelan al instinto de supervivencia, a la maldad de la desidia, a las pesadillas de infancia. Difícil no palpar estas historias conectadas por vestigios. Difícil no proyectarse como un protagonista sofocado en el día más caluroso del año. Cada tanto las peores angustias se disfrazan de rutina." Queda ahora en el lector asumir el desafío.



Domingo 11:15 p.m.  Sobre la ceniza y escrito con un dedo hay dos letras: una te de tumba y una ce de cobre, el resto no lo supimos deletrear.
En la cubierta, vestido de blanco, el sargento de la viga está sentado sobre los clavadores, tiene el cárcamo hundido y los pómulos rotos, el pobre.
Pusimos rejas y púas, tendimos la trampa y la ropa. Entre los calzoncillos y las medias estaba el anzuelo, la carnada. No seamos idiotas, de qué servía tanto picaporte y tanta aldaba si al lobo ya lo teníamos viviendo adentro.


Reparticiones

Se estacionan afuera del almacén, en uno de esos parqueos descomunales, una gran extensión de asfalto que, a las once de la mañana, vibra bajo el sol. Después, ya separados, escucharán la inútil estadística de que ese ha sido el día más caliente de los últimos diez años.
Cuando se bajan del automóvil ella continúa gritando. Él se aleja del carro rápidamente, como queriendo escapar de la pelea; pero ella, decidida a decirle las cosas que piensa, lo sigue.
 —¿Me va a escuchar o ni siquiera, grandísimo aculón?
Esto se repite varias veces mientras atraviesan las hileras de carros parqueados y las filas rotas de carritos del supermercado. Al fondo, detrás de la malla del estacionamiento, los árboles sofocados y quietos, inmóviles.
Pasan el umbral de la tienda y ella siente la cortina de aire acondicionado golpearla suavemente de frente. Se deja envolver por el frío y esto le calma un poco los ánimos. Se siente mejor.
—Aquí no, más tarde —le dice él y empuja el carrito de las compras.
—Siempre más tarde —dice ella mientras mete de golpe bolsas y paquetes.
—Yo no quiero que el niño crezca viéndonos pelear todo el tiempo —dice él.
Ella va y viene tirando latas de sopa y de atún. Cabizbajo él empuja hacia el frente, intenta no hacer una escena ahí, en público.
—Sos un gallina —le dice ella—. No quiero que mi hijo crezca viéndote y que termine pareciéndose a un gallina. Sos tan poco hombre, tan poca cosa.
Él la toma del brazo y la aprieta con toda su fuerza y, hablando entre dientes, se le acerca al oído.
—Esto se acabó, me oíste, hacé silencio.
Ella tira con todo su peso hacia atrás.
—Entonces, maricón… ¿me va a pegar? —grita y luego se ríe—Sí, claro —termina diciendo—. Nos separamos y vos te largás, yo me quedo con la casa, vos te largás, ¿oíste?
 —Si me voy, me llevo al niño —dice él.
—Solo vos sabés, pendejo, solo vos sabés. El niño se queda conmigo, en la casa y vos te largás, ¿me oíste?
Ella mete más cosas en el carrito, lo hace mecánicamente, de mala gana. Se miran con odio mientras atraviesan y se devuelven por los pasillos en un zig-zag de insultos y malas caras. Al llegar a la caja él coloca todo sobre la banda y paga la cuenta. Y como queriendo demostrar que es más fuerte que ella, toma todas las bolsas y al hacerlo la golpea con una.
—¡Tené cuidado, hijo de puta! —le grita ella.
El cajero los mira incómodo. Ambos salen al sol aplastante del medio día.
—¿Y el niño? —pregunta ella.
Entonces se miran. Él suelta las bolsas y corre hacia el automóvil. Ella lo sigue por la inmensa llanura del parqueo sintiendo cómo se le derriten las suelas de los zapatos. Detrás de la malla del estacionamiento permanecen los árboles sofocados y quietos, al fondo un cielo azul cada vez más oscuro. Él ve el automóvil y el espejismo del vapor sobre las latas, sobre el asfalto. Al abrir la puerta, un vaho hirviendo le golpea la cara.

***

Domingo 11:33 p.m. Reciclamos en casa. Sí. Separamos las latas, el vidrio, los plásticos. Las cosas orgánicas las enterramos al lado de varias generaciones de perros muertos.
Lavamos todo y lo metemos en bolsas que tienen distintos colores: blancas para esto, azules para lo otro, yo ni sé.
Luego lo transportamos kilómetros hasta un pueblo más sofisticado, lugar en el que (supongo-espero) lo reciclan o lo mezclan de nuevo en sus camiones, quién sabe.
Tengo que confesar, sin miedo pero con algo de vergüenza, que a veces ciertas malas noches, me produce un extraño y oscuro placer tirar una buena lata de leche condensada (ojalá bien untada) en el basurero regular, sí, ese que huele a bolsa plástica verde-limón y escondo la evidencia detrás de dos o tres cosas para que M. no la vea.
Luego en piyamas sonrío de lado. Malévolo y de nuevo adolescente camino hacia el cuarto a dormir, tranquilo y en paz, porque por un segundo me saco de encima esa inútil sensación de que podemos salvar a un planeta que se jodió mucho antes de la invención del aluminio o el tetrabrik.


Gingers

Diego Van Der Laat
La luz del supermercado es alta y blanca, de los parlantes sale la voz de Connie Francis, Linda muchachita, tu estás pensando siempre en su cariño, y eso le gusta tanto como a un niño, jugar en un jardín. La canción avanza por los pasillos, como si saliera de un ascensor en 1968.
La niña le dice algo al oído a su mamá pero ella responde que no, que en casa no se van a comer esas cochinadas. Y le deja claro que ya hablamos de esto. La niña pelirroja mira a su madre. Caminan con una canasta por los pasillos del supermercado. Al lado de la canasta avanza un hombre que es su padre y que también es pelirrojo. No se sabe exactamente el porcentaje de pelirrojos en el mundo, pero él una vez leyó que era sin duda menor al 1% de la población. Él acaba de salir del trabajo, es analista de riesgo. Lleva un pantalón caqui, una camisa blanca y de su cuello cuelga un gafete y una llave maya. Se ve cansado, se le nota que arrastra el día encima. La niña tiene nueve años y es pelirroja como él. Ese es el regalo de su padre. Eso y la horrible estadística de tener diez veces más probabilidad de sufrir cáncer de piel.
Van por la mitad del pasillo tres cuando, justo al fondo, cerca de la pescadería, otra mujer cruza transversalmente las filas de góndolas y detrás suyo le sigue un niño de unos cuatro años que estira su mano y con el dedo señala al hombre, le sonríe.
 —¡Papá! —le dice ondeando al aire sus colochos anaranjados.
La frase cruza el silencio como la voz de Connie Francis.
La madre que ya ha salido del encuadre que le hacen los dos pasillos, se devuelve dos pasos, mira al hombre, la mira a ella, mira a la niña y, tomando al pelirrojo pequeño de un brazo lo jala con fuerza, sacándolo de escena.
Suena el ducto del aire acondicionado inflarse bajo la cubierta del galerón. Ni la luz fluorescente parpadea. La música se escucha un poco más lejos que antes. Linda muchachita… pide la luna, pide las estrellas.
Las latas de atún a la derecha, a la izquierda los productos plásticos, al fondo la pescadería.
La mujer mira a su marido. El hombre siente que le falta el aire, tiene las manos dormidas y el corazón en la boca. Escucha desde adentro de un vaso lleno de agua. Las rodillas podrían fallarle, empalidece. Le gustaría devolver el tiempo, o adelantarlo, y que esa sensación pase. Piensa que se ha multiplicado el impacto por la probabilidad, eso es todo, entonces tendrá como resultado el valor del riesgo. Ha hecho esto en su trabajo tantas veces, pero ahora no hay nada que hacer más que ser profesional y administrar las consecuencias.
—¿Quién era esa mujer, Marcos? —pregunta ella—. Te dije, Marcos, ¿quiénes eran ellos?
—¿Quiénes eran quiénes?  —pregunta Marcos como si acabara de despertarse.
—Ellos —señala el encuadre ahora vacío. ¿Quiénes eran?
Marcos, inmutado por lo inevitable, por lo que ha soñado tantas veces que podía pasar y pasó, no responde. Ella espera alguna reacción que él no tiene, ni tendrá.
Entonces ella comienza a caminar a mayor velocidad hacia la pescadería al final del pasillo, Linda muchachita ve que te espera a la luz del día, para que hablen, juntos de tu vida y tu luna de miel. Termina corriendo. Para él, la música se hace grave, lenta. Lon do mo cho chotooo vo quo to osporo.
Cuando da la vuelta por los productos plásticos ella descubre que la otra mujer y el niño ya han atravesado la tienda hasta las cajas y se acercan a la salida. El niño no logra mantener el ritmo que su madre le obliga a llevar. Arrastra los pies de cuando en cuando, su pelo arremete contra el aire, le hace daño. Cerca de las puertas la mujer mira hacia atrás y abandona su canasta en el piso cuando ve que vienen tras ella.
—¡Espere! —le gritan desde el pasillo— Por favor, espere…
 Una señora mayor, vestida de fieltro verde los mira pasar y le molesta la manera con la que tiran del niño.
Madre e hijo huyen del supermercado. La mujer los persigue.
Cuando logra alcanzarlos, la otra ya ha encendido el motor y echa marcha atrás sobre el asfalto. A cierta distancia se miran a los ojos, las dos los tienen rojos.
—¿Usted quién es?  —grita la mujer desde la acera. —¿Ustedes quiénes son? Ese niño… ¡Ese niño!
El niño la mira desde la ventana, está rojo, parece un monstruo. Hace calor, mucho calor. La mujer desde el carro, al salir a la calle, saca la mano por la ventana y levanta hacia el cielo el dedo del medio, con fuerza. El auto chilla al golpear la calle y está cerca de golpear otro carro que se aproxima.
La mujer se hinca bruscamente, se lleva las manos a la cara y comienza a llorar. ¿Quiénes son? —dice más bajito. ¿Quiénes son? Y conforme más lo repite se pierde la pregunta y sobrevive un quiénes son, quiénes son, plano y sin fuerza. Arquea el pecho sin poder controlarlo, su espalda vibra y le brota sangre de las rodillas por el golpe contra la acera. Una pareja que entra en el supermercado la mira por un momento y luego sigue sin prestarle atención.
Cada vez que las puertas eléctricas se abren, de tanto en tanto, dejan salir en espasmos el aire frío y se escucha la voz radiante de Connie Francis, Linda muchachita, tu estás pensando siempre en su cariño, y eso le gusta tanto como a un niño, jugar en un jardín.


***

Lunes 3:53 a.m.Un haz de luz ilumina los pliegues del piso de tierra y por las hendijas, entre la madera, el viento deja entrar el olor de los caballos quemándose vivos. Los animales relinchan detrás del humo de un establo que se enciende en mitad de la noche. Al asomarme por la ventana de la casa veo grandes lenguas de fuego subir por el techo y me maravillo viendo como estas se despuntan en chispas que circulan el cielo en grandes espirales. Bajo varios niveles y al salir corro a través de un pastizal que está cubierto de nieve. El blanco se extiende por el valle en dirección al río que en esta época está congelado. Lleno mis pulmones de aire frío. A esa hora (está por amanecer) el paisaje me parece muy bonito. Avanzo hacia la nave en llamas y con mucho esfuerzo logro quitar la barra de madera que entraba las puertas del galpón. Una a una abro las cuadras y veo la multitud de caballos salir espantados prendidos en fuego, van quemándose vivos y dejan a su paso una estela de luz que al alejarse se convierte en humo negro.  Algunos animales, con su crines encendidas logran subir la ladera y se pierden detrás del monte, otros caen al suelo ahí mismo y tardan un rato encendidos, apagándose y retorciéndose, con la carne viva y roja como una brasa.  Humean mientras manchan la nieve, derritiéndose. Más que el olor, lo que queda es el siseo continuo e inarticulado de lo que se apaga de a poco y lentamente. Todo vibra con la luz amarillenta de los caballos de fuego que salen de la inmensa pira funeraria y se pierden en el blanco del paisaje.

Me despierta el himno, luego el fin de la transmisión: las hormigas.




Javier Payeras - Próstata

$
0
0
José Luis Cuevas - Tinta china y acuarela sobre papel. 1980.

Javier Payeras, el destacado poeta y narrador guatemalteco nos visita por segunda vez en el Signo roto y nos regala un adelanto de su cuentario (de próxima publicación) "Frio":  una botana para ir saboreando el denso y delicado sabor de su obra. Provecho.


Próstata

Sabes poco de las mujeres porque nunca fuiste amado. Tu madre era obesa y se dedicaba a regañarte por tu delgadez. Te atiborraba de comida, ella cocinaba tan bien, pero eso no fue suficiente para retener a tu padre.

Tu padre era alcohólico como vos. Pero se largó a tiempo. Se hizo de otra familia y murió de infelicidad: Hepatitis C. Por alguna parte de tu álbum sale su cara de gusano amarillo. Una camisa blanca y una corbata. Nunca supiste a ciencia cierta si lo querías. Tu mamá de inmediato ponía una chuleta de puerco con zanahorias y un aderezo dulce.

Vacío, te sentís vacío. Un puerco cincuentón frente a una muchacha de diecinueve años que te mira. Es tu alumna, tu mejor alumna.  Te las das de interesante. Los jeans, la playera de cuello alto y ese saco de corduroy que para nada disimulan las babas sabias que escupís sobre el refresco de tamarindo.  Cuando tu alumna -pongamos que se llama Cecilia- dice que quiere leer tu novela, le decís que ya no tenés libros en disposición, que podés darle una fotocopia. Pensás firmársela, eyacularsela, lamersela. Cecilia abre sus hermosos ojos brillantes y se toma su copa de vino.

Hoy rechazás el vino. En el fondo te sentís como un cobarde que no puede con las resacas. Esas gomas malditas que te hacen llorar todo el día viendo History Channel. No te gusta Jaime Sabines porque su poesía es la puerca pocilga del pensamiento religioso hecho sentimiento amoroso, pero siempre lo leés y llorás. Chillás por tus exmujeres: “Todas esas putas que sólo querían pisto”. Ellas tampoco leyeron tu libro ni siquiera cuando acababa de salir ni asistieron a tus charlas acerca de periodismo literario. Se llevaron a tus hijos bien chiquitos porque vos publicitabas que eras un alcohólico, un perdido… sin embargo siempre tuviste un trabajo estable en la universidad. No te queda bien hablar de Bukowski o de Tom Waits o de Malcom Lowry… siempre viviste en colonias residenciales y tus mujeres te dejaron, nunca te atreviste a mandarlas al carajo, sepa Judas por qué.

Bonito carro tiene Cecilia. Un Mazda del año, vos andás a pie. Lo lindo de tu alumna es que te está viendo y siente muchísima admiración. Vos nada más encontrás un rastro de alma que ya no tiene eco en tu fracaso. Soledad de profesor y corrector de estilo. De lector de novedades editoriales. Cincuentaycincoaños. No lugar. El acto se terminó. La niña dijo Jodorowsky y se te puso tieso algo entre las piernas. El Topo-Santa Sangre-Fando y Liz. “Usted es tan culto”. Maldito borracho -pensás- tu consuelo son las botellas de vino en los cocteles y las niñas traviesas extremadamente cultas que te escuchan dar clases de periodismo y literatura. Puerca rehabilitación.

No hay nada en el cine. Tampoco querés irte a tomar un café a la librería, donde uno de esos muchachos arrogantes va a presentar el nuevo poemario de un ishto de 22 años. Ellos te robaron la juventud. Esos escritores ahora cuarentones que secuestraron la admiración de tus alumnas y que en tu cara te dijeron que Norman Mailer les pelaba absolutamente la verga. Hipócritas: en diez años serán igual de pusilánimes que vos, siempre y cuando no exista un Thomas Mann o un Soljenitsin entre ellos. De suceder tal fenómeno no leerías ni un párrafo de sus libros y no asistirás a sus lecturas. Quizá para ellos no sea gran cosa tu opinión (no tenés cuenta en Twitter), pero tu desprecio renacentista te hará sentir liberado de la chusma que comparte el oxígeno con vos.

*
*   *

En el departamento de Cecilia funciona tu psicoterapia. Llevás una hora lamiendo su clítoris y sentís el sabor ácido de la piel irritada. El condón se te cayó de nuevo. El Sildenafil no hace efecto inmediato y ves esa piel limpia, firme, hermosa, de pechos maravillosos y ese rostro que quisieras hacer gemir. Pero el miembro, el pene, la verga… no se te para.

Ella te hace sexo oral, te acaricia, pero de inmediato pasa la imagen de tu mamá entregándote sus chuletas ahumadas y la foto de tu padre –gerente de una importadora de bicicletas- y se te va al carajo la erección. Lloras adentro. Lloras en la vulva de Cecilia. Lloras porque ni tu destreza para hablar de Ingmar Bergman ni tu conocimiento acerca de los Beats o de la literatura de la Onda pueden hacer que la brillante periodista en ciernes se vuelva loca de placer.

La borrachera del sábado. Allí buscaste acostarte con la esposa de tu mejor amigo, que cuando estás en tus cinco te parece una aburrida y añosa feminazi. Entonces sí estabas hold. Hoy desnudo no tenés trucos. Te ves en el espejo: calvo, flaco de piernas, redondo de panza, sin nalgas, con un archipiélago de pelos que llamás barba trostkista… sólo querés morirte viendo a Cecilia –lo más hermoso que te ha pasado en años- y querés morir viendo su hermoso rostro. Tan brillante. Tan complaciente fingiendo orgasmos. Vos, el cunnilingüista doctorado y condescendiente.

Viene el arrullo de las olas. Los grandes sonidos de las olas en los tsunamis. Las fotografías que dejaron tus tontas mujeres materialistas y hoy radicales militantes de Sex & The City. Vos, crucificado entre la universidad y la novela que alguna vez publicaste. Vos, esperando que entre alguna joven promesa literaria y te pegue un balazo.  Un plomazo justo en medio de las cejas y te deje su obra maestra y se lleve a tu Cecilia, tu hermosa Cecilia faro de tu soledad. Conclusión de tus novelas fallidas y de tu erudición poco apreciada. Tu libro sin erratas. La deliciosa estrella de tus noches de porno en la Internet. Pero el olor de la comida que nunca devoraste y de la orina café de tu papá moribundo es lo único que te surge adentro.

La resaca de vivir. La culpa de no haber vivido. De no haber bebido lo suficiente.  De no haber escrito lo suficiente. De no haber sido nada. Como narrador de esta historia me gustaría que te suicidaras lanzándote al puente del Incienso un par de días después de haber estado con Cecilia, pero la verdad me da pereza imaginarlo. Digamos que seguiste yendo a la Universidad hasta que te echaron y luego moriste interno en un asilo de ancianos. Pero no: el Cáncer de Próstata llegó a los sesenta recién cumplidos.


12 – V – 2015  Ciudad de Guatemala.


Javier Payeras
Javier Payeras. Narrador, poeta y ensayista. Ha publicado: Fondo para Disco de John Zorn (Diarios, 2013), Imágenes para un View-Master (antología de narrativa, 2013), Déjate Caer (poesía, 2012), Limbo (novela, 2011), La Resignación y la Asfixia (poesía, 2011), Post-its de luz sucia (poesía, 2009), Días Amarillos (novela, 2009), Lecturas Menores (ensayo, 2007), Afuera (novela, 2006, 2013), Ruido de Fondo (novela 2003, 2007), Soledad brother (2003, 2011, 2012, adaptación al teatro a cargo de Luis Carlos Pineda y Josué Sotomayor, 2013), (...) y otros relatos breves (2000,2012), Raktas (2000,2013). Es antologador de Microfé: Poesía Guatemalteca Contemporánea (2012). Su trabajo ha sido incluido en revistas y antologías en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos. Escribe en el blog el intruso y en la columna de opinión «El Intruso» en el diario Siglo 21 en Guatemala.




Letra espina - Vilma Vargas Robles

$
0
0


La poeta, Vilma Vargas Robles, nos ofrece su poemario "Letra espina" recién salido del horno por Ediciones Arboleda y comparte con todos y todas esta probadita...


Letra espina

Sospecho de todo, muerte,
también de mí hecha pan y mujer.
Sospecho del acto de escribir,
la poesía es un río de lodo y piedras, una avalancha.
Conozco el delirio de mostrarnos
                                    como una nueva obra de arte.
Me alejo, me escondo en los cerros,
                                          Y encuentro la letra-espina.
En el esqueleto de los peces negros del petróleo lloro
                                                                            lo último.
Hecha de huesitos de pájaro me atraviesa
                                                         la cuchilla del viento.
Mientras un presentador dice, noticiemos,
en el salón de los habituales,
huele nuestra barbarie,
lo que no hacemos,
el poema que no grita.
Enrosco mi lectura en un nicho de barro y tiempo.
En Puerto Príncipe, Haití,
en las babas del cólera de cada haitiano muerto:
no queda otro arte en vida posible.


Convocados a la mesa

Y estábamos todos convocados a la mesa.
Era la noche menos clara del año.
Época ya de la desmemoria,
Sentados uno frente al otro,
pasaba y pasaba nuestra existencia
ante un gentío de sordo parloteo.
Eran los días del nadie escucha a nadie;
embobados por las pantallas
donde creíamos vivir nosotros los humanos.


Las ceibas o el eterno presente

Al paso del crujido de los horcones,
conmigo llevo la casa de mis abuelos.

El tronco de la ceiba manda
a mis piernas su clorofila.

Papá tiene hoy el rostro más claro
y una lágrima ante el chiste de la tarde.

El trabajo termina antes del sol
y el calor cae con el viento.

La mañana nos devuelve el aire
a trescientos años de frente
y le pregunto al abuelo:
¿cómo no se ha muerto?,
al paso del crujido de los horcones

y a ras de tierra, la muerte pierde su aguijón


Vilma Vargas Robles nace en San José de Costa Rica el 4 de febrero de 1961. Pasa su infancia en Turrubares. Tiene estudios de sociología, derecho y literatura por la Universidad de Costa Rica. Ha publicado los libros, El fuego y la siesta (1983), Premio Centroamericano Juan Ramón Molina del Ministerio de Cultura de Honduras, El ojo de la cerradura (1993), publicación de la Editorial de la Universidad de Costa Rica, prólogo de Jorge Boccanera, y Quizá el mañana, también de la Editorial de la Universidad de Costa Rica. El fuego y la siesta se publica en Costa Rica en el año 2004, por primera vez en dicho país. Su obra ha sido publicada en las siguientes antologías: Voces indómitas o las poetas en Costa Rica. Selección, prólogo y notas de Sonia Marta Mora y Flora Ovares. Editorial Mujeres, Costa Rica, 1994. Sostener la palabra. Antología de poesía costarricense contemporánea. Compilador Adriano Corrales Arias. Co-edición Instituto Tecnológico de Costa Rica y Editorial Arboleda, San José Costa Rica, 1977. Lunada poética. Poesía costarricense actual. Compilada por Armando Rodríguez Ballesteros. Ediciones Andrómeda. Costa Rica, 2006.  Su obra ha sido publicada por diferentes revistas y páginas literarias internacionales en Internet. Entre ellas: Artepoética, Editorial Costa Rica, Letras de Uruguay, entre otras. Fue cofundadora de Casa Poesía en el 2002. Ha participado en algunos festivales y congresos de literatura y en diferentes encuentros literarios dentro y fuera del país, entre ellos: El primer Festival de Poesía Internacional de Granada, Nicaragua, 2005; Congreso de Escritoras y Escritores de Centro América de la Universidad Tecnológica de Panamá, 2005. En abril del 2006 participa en el Centro Cultural de España en Costa Rica en Una más de mujeres o unas mujeres de más. ¿El límite de género? Curaduría a cargo de Clara Astiasarán e Isabel López. En marzo del 2009 participa en el VI Congreso de Escritores Latinoamericano organizado por el Instituto Tecnológico de Costa Rica. Ha sido invitada al III Festival Internacional de Poesía, 2009, en São Paulo, Secretaría de la Cultura de São Paulo y de la UNESCO.



Vanessa Núñez Handal - "Látex" y "Androide nacional"

$
0
0


El camino de dolor. Daniel Hernández-Salazar. 1996.

Desde Guatemala, la narradora de referencia obligatoria, Vanessa Núñez Handal comparte dos textos de su producción, y nos invita a confrontar, frente a frente, la invisible estela del desgarramiento.


Látex

Insertó el bisturí a la altura del ombligo. Con un tajo limpio y firme cortó el abdomen. Aunque no hubo tiempo para anestesiarlo, el muchacho no se movió. El cirujano hizo dos o tres cortes. Las vísceras saltaron con un sonido viscoso que a ella le pareció repulsivo. Los órganos vibraron unos instantes por el fluir de la sangre que, unos minutos después, se detuvo.

El cirujano le indicó, al tiempo que se quitaba los guantes pegajosos, que cerrara con una costura suelta. En medicina legal volverán a abrirlo, dijo, y se marchó llevando tras de sí a las enfermeras y a los dos agentes policiales que, desde la puerta, no habían perdido de vista ningún movimiento y que, después de cruzar un par de palabras con el médico, se retiraron intercambiando bromas.

Pronto los pasos dejaron de escucharse en el pasillo. Entonces el silencio la inundó y el cuerpo desparramado sobre la mesa le resultó grotesco. Su expresión era angustiante. Probó cerrar sus párpados, pero fue inútil. Observó el reloj. Eran casi las tres de la madrugada. Intentó pensar en nada y terminar lo antes posible. Tomó la aguja con el hilo hilvanado. Presionó con fuerza las vísceras tibias, pero éstas se le deslizaron bajo los guantes. Aquel sonido se produjo de nuevo. Un escalofrío recorrió su espalda.

Empujó los órganos con una gasa. Ésta se empapó de sangre al instante. Se inclinó sobre el cuerpo para ayudarse con su peso en la tarea. Haló la piel con fuerza, al tiempo que presionaba los músculos que se negaban a volver a su posición original. Y, cuando estaba a punto de introducir la aguja en la piel tensada, el parpadeo de la lámpara la hizo reparar en los ojos marchitos del cadáver que, por un momento le pareció que la observaban. Luego de un retumbo sordo la luz se apagó por completo.

Sintió un frío intenso. Pensó en dirigirse a la puerta, pero algo la contuvo. Hizo un nuevo intento, pero decidió quedarse quieta, pues le pareció que había escuchado algo. Colocó como por instinto, sus manos sobre el cuerpo abierto. Comprobó que la tibieza comenzaba a abandonarlo y daba paso a una frialdad húmeda.

Minutos interminables transcurrieron y, como nadie se acercara a la sala, a tientas se desplazó por la habitación. Su antebrazo rozó el cabello húmedo y marchito del cadáver. Sus pies tropezaron con una de las mesillas de rodos. El ruido la sobresaltó. Avanzó unos pasos hasta que su mano sintió el frío del metal de la puerta voladiza. Buscó la ranura. La empujó despacio. Y, cuando estaba a punto de salir, se detuvo. Giró la cabeza. Aguzó el oído. Estaba segura. Había escuchado a sus espaldas, con claridad, el sonido viscoso de guantes estrujándose.


Androide nacional

No podía dejar de sentir la vibración en el cuerpo. No lo había tocado ni uno solo de los pedacitos de metal que habían cuarteado matas de guineo y palos de tamarindo. Ni una herida, por pequeña que fuera, le había sido causada. Entonces, ¿por qué no podía olvidar el zumbido que en sueños la hacía llamarla? Y no la volvió a ver. Al menos no como él habría querido recordarla: echando tortillas y regañándolo por perseguir a los pollos para sacarles los ojos con un clavito oxidado.

La cámara lo filmaba de cerca. Lo que más resaltaba era su rostro sudoroso con la mirada enrojecida y fija en algún punto en el aire. El reportero, sin apartar el micrófono de su boca gruesa, hacía preguntas que no llegaban a escucharse en la televisión. En diversas ocasiones le habían preguntado lo mismo, al menos en sus pesadillas más vívidas y en sus borracheras que luego no recordaba ni lamentaba. Comenzó a responder por inercia. Fijo en un punto, hablaba como si se tratara de un discurso aprendido y repetido cientos de veces: Soy un androide diplomático especializado en técnicas de seguridad militar.

Desde niño fue así. Travieso y con unas grandes ganas de hacer algo. Lo que fuera pero algo. No quedarse en el caserío que le había servido de pueblo, de ciudad, de mundo, donde no pasaba nada, donde la única evidencia del transcurrir del tiempo era las sombras de los mangos que avanzaban sobre el piso de tierra del patio de la casa de varas. Ahí, donde una vez el sol había dejado de calentar el aire o la brisa tardía había comenzado a soplar, correteaba con sus hermanos. Desde entonces jugaban a las balaceras y a las minas. No le gustaba ser el herido pero, por ser el menor, casi siempre le tocaba quedarse en una silla con las piernas dobladas simulando un muñón o con la mano vendada y teñida con el último culito de café que quedaba en la olla antes de que la mamá la lavara. Fue por aburrimiento que se inventó amarrar el hilo de nylon con que su papá hacía los corralitos para las gallinas. Amarraba un extremo a una mata de guineo y el otro a un montón de huacales que apoyaba en las ramas de un almendro. Cuando su mamá o sus hermanos pasaban llevando la masa del molino, corriendo a hacer un mandado o con los cántaros del agua del pozo que les vendía la niña Marta, los cumbos se les venían encima. Se ponían furiosos. Lo llamaban a gritos. Lo puteaban. Y él se reía en silencio, detrás del lavadero, doblado del gusto de sentirse más listo que los otros, a los que les llevaba tiempo encontrar la manera de soltarse del nylon que los aprisionaba junto a los huacales de plástico.

Soy un androide militar con una misión determinada por un ente superior al que no es posible contrariar. Contrariarlo implicaría mi destrucción automática. No, tampoco me es permitido revelar su identidad. El camarógrafo aprovechaba para sacar mejores tomas. Nervioso, se movía a su alrededor. Hacía acercamientos en un deseo por captar los gestos de aquel hombre inexpresivo. De cuerpo entero, las piernas abiertas, los pantalones flojos y sucios, un close up, los movimientos de los dedos, las manos esposadas al frente, la camiseta rasgada por el forcejeo con los policías que los capturaron. El reportero miraba hacia la cámara con el rostro divertido.

Intenté que fuera limpio. Pero no sabía que no se podía por un huesito que hay ahí, dijo de pronto.

Fue su padre el que desapareció primero. Luego sus dos hermanos, aunque no contaban con más de doce años.  Decían que se los había llevado la guardia. Hacía varias semanas que su papá no llegaba a por las noches a la casa. Dormía en el monte, junto con otros a los que también los andaban siguiendo. Sólo llegaba por las mañanas a la casa, para tomarse el café que su mamá le tenía listo y las tortillas heladas que se pasaba con frijoles o con sal. Hacía varias semanas había llegado la guardia preguntando por ellos. Por los tres. De nada valió que su mamá les explicara que sus hijos eran menores y que no podían tener culpa. Los siguieron buscando por las tardes. Siempre en la casa después del jornal, nunca en las milpas ni en las fincas ni en los beneficios, para no comprometer a los patronos. Se quedaban horas esperándolos, parados frente a la casa, como de piedra. Él los veía detrás del cerco y ellos se hacían los que no lo miraban. Cuando se cansaban del plantón, tiraban una puteada al aire y amenazaban con volver. Fue por aquellos días en que su hermano más pequeño se murió enlombrizado. La madre no tenía para comprarle papelitos de medicina, mucho menos para pagar un médico. Y como su papá estaba ausente, lo dejó estar desnudo y panzón, hasta que un día la fiebre se lo llevó, casi sin dolor, casi sin que nadie lo sintiera.

Por el hueso que uno tiene aquí, dijo de nuevo, intentando tocarse la nuca con el dorso de las manos gruesas. Por eso no pudo ser limpio, pese a mi entrenamiento androide militar técnico, afirmó. Así que quizá es por eso que hoy me tienen detenido. Porque no seguí el protocolo. Me confundí. Y como ellos son bien estrictos, estas cosas no las perdonan, afirmó. Soy un sistema que no es humano, pero quizá ocurrió un error en mi programación, dijo sin expresión.

Después, cuando su papá y sus hermanos ya no estaban, fue la guerrilla la que llegó a tocarles la puerta una madrugada. Los reconocieron por la ropa sucia, las melenas largas, las barbas y las mujeres uniformadas que los acompañaban, tras cuya ropa podían vislumbrarse sus pechos sin sostenes. Tampoco llevaban botas militares. Llegaron pidiendo contribución. Se llevaron las gallinas y el cuchito que su mamá engordaba para ayudarse el fin de año. Sintió rabia. Y, como pasara el tiempo y ni su padre ni sus hermanos volvieran, no quedó otra que aceptar que era verdad, que por fin  la guardia los había capturado. Seguramente los habrían torturado y aventado en alguna zanja donde, probablemente sirvieron de alimento a los zopes y los chuchos raquíticos del lugar. Lo mejor era no pensar en eso, oyó que decía su madre un día.

Lo habían capturado mientras caminaba sin rumbo. Llevaba la mochila aún chorreando. Lo detuvo la autoridad. Altos y corpulentos, los nuevos policías uniformados no tuvieron problemas en lucharse con él y paralizarlo contra el piso de tierra y piedras. Para eso los habían entrenado luego de los acuerdos de paz y la llegada de la democracia. Casi  ni lo lastimaron y, pese a que era tan grande como ellos, lograron esposarlo sin mayores esfuerzos. Él tampoco se resistió gran cosa.

Meses más tarde llegó el ejército. Les quitó la mitad del terreno que tenían. Les desarmó los gallineros y les mató al único chucho que les quedaba, por ladrarles y tenerles miedo. Se instalaron sin siquiera preguntar. Que utilizarían el espacio disque para tareas militares, pero realmente sólo llegaban a cagar y a tirar la basura. Después llevaron muertos. Los enterraban o los dejaban al aire. Había que tener cuidado de que los pollos no los picaran. A los animales les gustaba comerles los ojos, porque eran blandos. A veces se los ganaban las hormigas, pero su mamá lo mandaba a espantarlos. No quería comer animales que se hubieran alimentado de gente, decía, no tanto porque fuera sucio, sino porque era pecado. Después los soldados sembraron milpa y cuando el maíz fue creciendo, a él le comenzó a dar tristeza.

Con el tiempo les prohibieron cruzar la alambrada. Iban a construir un galerón, dijeron, sobre el pedazo que les habían quitado a ellos y a otros vecinos. El cerco se allegaba cada vez más a las casas. En el galerón decían que guardaban suministros, pero eso a él nunca le constó, porque nunca pudo ver ni la entrada. La única vez que intentó cruzarse para perseguir un pollo que se había escapado de que le doblaran el buche, los soldados lo amenazaron con dispararle si no se salía para ayer del terreno. El pollo se perdió y su mamá lo regañó por haber dado alimento al enemigo. Así los llamó y a él se le quedó en la cabeza.

Yo, no soy un humano, dijo al tiempo que se rascaba los genitales que le picaban por el calor que hacía y porque llevaba el cuerpo pegajoso. Soy un sistema que no envejece, ni se enferma, ni muere. Me creó una entidad invisible e individual. He sido clasificado como un sistema androide anónimo. Yo soy un androide especializado y programado para la vigilancia militar.
 
Un día también llegaron por él. Y como ya su mamá no los podía mantener a todos, ni tampoco se iba a poner a alegar con los guardias, no dijo nada cuando se lo llevaron en el camión militar junto a otro montón de cipotes de por ahí cerca. Era una boca menos que alimentar y, al menos así, le dijo antes de darle el atado de sus pocas pertenencias, iba a aprender oficio y le iba a poder enviar unos cuantos centavos a fin de mes.

Al principio, y porque estaba muy cipote, le tocó andar llevando recados y papeles. Otras veces, tirar los orines de la tropa. Cuando comenzó el entrenamiento, pese a que le sangraban los pies, pues no estaba acostumbrado a calzar zapatos y mucho menos a subir con las botas de punta de acero los cerros que les hacían trepar a diario, él era el único que aguantaba sin rezongar. Fue así como le fueron ganando confianza. Pronto le fueron encargando ir a comprar víveres a la tienda cercana o al pueblo. Y un día, porque había sido el único que había aguantado los entrenamientos sin vomitar, hasta le habían dejado presenciar “los procedimientos”. No le dieron lástima los desnutridos que llevaban de los caseríos y cantones cercanos y que, casi siempre, se les morían temprano por la mañana, a consecuencia de los interrogatorios que a veces les dejaban un ojo colgando sobre la nariz.

Fui diseñado para vigilar la pureza de la inteligencia militar superior. En el mundo al que aspiramos no existen los torpes ni los idiotas. Un tonto no puede existir en un mundo inteligente, así como un indisciplinado no existe en un mundo disciplinado y militarizado. Mi deber es velar por la civilización avanzada y eliminar a todo aquel que no tenga la inteligencia suficiente para pertenecer a ella. O sea, yo elimino inteligencias inferiores. Ese es mi deber.

Pronto fue ascendido. Entonces pudo participar en los combates. Por su arrojo y valentía, porque no le temblaba nada a la hora de combatir con el enemigo, los instructores gringos le tomaron aprecio. No le llevó mucho tiempo antes de que lo transfirieran a uno de los batallones de reacción inmediata, que habían sido formados debido al recrudecimiento de la guerra en los últimos años. El gobierno estaba decidido a evitar que los comunistas tomaran el país, les decía el instructor, y para ello contaban con el apoyo de su gobierno, el de los Estados Unidos. La guerra emprendida por los que adoraban al diablo y se alejaban de la luz, no tenía posibilidades. Pero a él lo que más le gustaba era la comida. Ya no se veía obligado a comer las tortillas con arroz y frijoles que les daban a diario en el cuartel, donde sólo comían carne la noche antes de que los mandaran a combate para que agarraran energías. Pero la energía, él bien sabía, venía de otro lado. Igual pasaba aquí. Les echaban algo en la sopa o en el arroz, que luego los hacía tener visiones y sentirse indestructibles. También les pasaban películas de acción y de guerra. Así fue como participó en varios operativos que luego le quitarían el sueño. Aunque jamás le contó a nadie, porque les habían dicho que el miedo era debilidad.

Mi educación y preparación ha sido proporcionada por instancias superiores a la inteligencia convencional, cuyo nombre no puedo mencionar porque lo desconozco. Por eso es militar y por eso es secreta, afirmó, al tiempo que el reportero lo estimulaba a seguir hablando. O sea que yo no puedo revelar ninguno de los contenidos con que fui programado, afirmó.

Pronto comenzó a despertarse todas las noches, empapado en sudor y llamando a su madre, a la que veía echando tortillas en la casa. Quizá, pensó él, todo aquello le comenzó al enterarse de que el caserío donde había crecido había sido asolado. Le habían quitado el agua al pez, decían los tenientes. Y él no quiso preguntar por su familia, porque le habían dicho que ahora pertenecía al glorioso ejército nacional, que viviría mientras viviera la República y esto era todo lo que él debía tener por familia y hogar. Que si había que renegar hasta de la nana, porque ésta estaba a favor de las ideas enemigas, pues así sería. Luego se enteró de que su mamá y su hermana menor se habían salvado de milagro. Habían sido evacuadas por un comité de solidaridad que de casualidad se encontraba por aquellos días en la zona. Se fueron para otro pueblo, donde no tenía cómo contactarlas, pero ellas tampoco quisieron volver a saber de él.

La televisión comenzó a sonar con estridencia. Luego, tras los chiflidos de varios internos, el volumen fue regulado. Era las doce del mediodía. El sol golpeaba las cabezas de los que, sudorosos y sin camisa, jugaban fútbol en el patio de cemento. La mayoría, sin embargo, prefería quedarse resguardada en la sombra del salón que servía de comedor. Él, sin embargo, miraba fijamente por la ventana.

Pronto las pesadillas se extendieron de las madrugadas a las horas diurnas y una vez, en pleno combate, estuvo a punto de volarle la cabeza a un capitán porque creyó ver que, bajo el uniforme camuflado, se ocultaba un extraterrestre guerrillero. Estuvieron a punto de darle de baja, pero se salvó porque en eso vino el cese de fuego. Lo que tanto habían oído, pero había pensado era una estrategia de guerra más, “las negociaciones”, como les llamaban, resultó que siempre sí eran ciertas. El alto mando militar se puso de acuerdo con el enemigo y se acabó la guerra. Les dieron las gracias a todos en una ceremonia a la que llegó hasta el Jefe del Estado Mayor, en representación del Ministro de la Defensa que no pudo asistir por encontrarse ocupado. Los hicieron desfilar por última vez, pronunciaron discursos en los que les reconocieron su valentía y los altos servicios prestados para defender la patria en uno de los momentos más críticos de su historia. El pueblo les habría de estar eternamente agradecido, dijeron. Les entregaron sus medallas y un cheque en concepto de indemnización, que equivalía a tres meses de sueldo y los dejaron parados en la puerta del cuartel con la incertidumbre de no saber qué hacer con el resto que les quedaba de vida.

Usted ha visto los androides en el cine, oyó que decía la televisión. En este reportaje le presentaremos a un androide real. Acusado de rebanarle el cuello a un hombre, fue detenido mientras llevaba al hombro una mochila dentro de la cual portaba la cabeza de su víctima. En declaraciones hechas a este medio, el imputado dijo ser un androide diplomático especializado en técnicas de seguridad militar, afirmó el presentador con la voz impostada, al tiempo que todos en el cuarto se echaron a reír. Él, sin embargo, no pudo escucharlos. Con la mirada perdida, oía cómo su madre lo llamaba a gritos y sonrió. A sus espaldas mil huacales hacían ruido al caer.


Vanessa Núñez Hándal
Vanessa Núñez Handal. Abogada, escritora, docente y editora salvadoreña, con estudios de maestría en ciencias políticas y literatura iberoamericana. Nacida en 1973 en El Salvador, reside actualmente en Guatemala. Ha publicado Los locos mueren de viejos (FyG Editores, 2008 y La Pereza, 2015), Dios tenía miedo (FyG Editores, 2011 y Editorial Piedrasanta, 2016), La caja de cuentos (libro objeto) (Alas de Barrilete, 2015), Espejos (Uruk Editores, 2015), Animales Interiores (en coautoría con Frida Larios, 2015), así como varios cuentos en diversas antologías y revistas de países tales como España, Francia, Alemania, Suiza, Estados Unidos, Colombia, Nicaragua, Costa Rica, El Salvador, Guatemala y México. Su obra ha sido traducida al francés, alemán e inglés.

Es columnista de la revista de análisis político Contrapoder (Guatemala).

Ha sido ponente invitada en la Universidad de Guadalajara, Universidad de Liverpool, Universidad del Valle de Managua, Universidad Rafael Landívar, Universidad de Tulane, Universidad de Loyola, Instituto Iberoamericano de Frankfurt, Instituto Cervantes de Berlín e Instituto Latinoamericano de Viena.

Actualmente coordina la iniciativa de Arte y Cultura para la Paz, tendiente a impulsar proyectos de prevención de violencia.


Un espejo roto – Antología del nuevo cuento de Centroamérica y República Dominicana

$
0
0


Inevitable referirse a los límites que toda antología supone, y necesario también señalar los umbrales a los que nos lleva, las puertas que nos abre, su carácter de brújula enloquecida y certera. Todo esto cabe y hace falta decirlo sobre esta breve antología del nuevo cuento Centroamericano y República Dominicana.

Lo más grato, y cómo no lo va ser, es reconocer en esta obra tantos autores y autoras en sus páginas, quienes, pese a la cautividad geográfica de nuestros países, me son afines y amigos, no se puede negar que las nuevas tecnologías de la comunicación son herramientas poderosas para fines insospechados.

Siete países, (los usuales que cabría esperar más un plus: República Dominicana) veintisiete autores y autoras, un texto por cada uno, su ficha biobibliográfica y una breve glosa respondiendo a la tácita pregunta ¿Qué significa escribir desde Centroamérica o desde República Dominicana? (como se infiere en las respuestas de los insulares) componen esta antología. Desde luego que cuatro autores por país no bastan para agotar todo el ecosistema de la narrativa local; por supuesto que un texto por autor es insuficiente para hacerse una idea de la obra en marcha de cada uno y de cada una, eso es verdad de Perogrullo, y nadie le pide peras al olmo. En ese sentido, podemos decir entonces que la breve muestra antologada más que destacar autores o textos individualmente, sí logra mostrarnos el aliento, la motivación, las tendencias literarias en la región, los instintos comunes e inadvertidos que afloran coralmente a veces, convergentes, o divergentes también, esta antología sobre todo nos permite hacernos una idea de qué le preocupa y le ocupa a la nueva generación de narrativa, de que tradiciones está retroalimentándose y de cuáles son sus aportes, lo suyo propio.

El resultado es interesante, si quisiéramos trazar una frontera imaginaria, un punto epocal de referencia, digamos por ejemplo la firma de los tratados de paz en los noventa y el proceso posterior en que nacen, se forman y escriben los autores y autoras reseñados descubrimos con asombro que no son una generación post-conflicto, que la formalización de las instituciones democráticas y electorales, los armisticios y la integración económica no son más que fachadas, los tópicos, las obsesiones si se quiere, en particular en las narrativas de Guatemala, Honduras y El Salvador, reflejan la herida abierta y sangrante todavía de la guerra, de las dictaduras, de los procesos revolucionarios, de la exclusión social y la marginalidad, incluso y sin que se tome a mal, hay relatos que si me hubiesen dicho que fueron escritos en la década de los años ochenta (cuando recrudecía el conflicto armado e intestinal) lo hubiera creído, pero no, fueron escritos en pleno siglo veintiuno.

Pero quizá me equivoco, a lo mejor la antología no es eso, sino la voluntad del antologador, o incluso, de su patrocinador el Goethe Institut. La antología aparece encabezada por el maestro Sergio Ramírez, el polígrafo centroamericano, pero salvo su prólogo, muy referencial y periférico, que casi nada dice sobre esta nueva narrativa salvo que reclama “universalidad” nos parece que su papel en la selección, lectura, y ensamblaje de la obra jugó un papel muy discreto y marginal (es que resulta evidente si contrastamos su trabajo como antologador en las ya viejas antologías del cuento centroamericano y nicaragüense que publicara EDUCA y la Editorial Nueva Nicaragua) pareciera más bien que hubo un equipo y una logística tras el proyecto bajo el aval de Ramírez, eso no tiene nada de malo, lo malo es que no se diga. La novedad de incluir a República Dominicana es inusual pero afortunada, qué esquiva es su literatura y su arte (que no es solo bachatas, merengues y salsas) y qué afortunados somos de poder asomarnos a su última narrativa en esta mínima muestra, lo que no salva de la endeble justificación de Ramírez de incluir a ese país en la antología “por su cercanía no solo en la lengua, sino también cultural” lo que justificará mi reproche: ¿y por qué no también Puerto Rico y Cuba? No importa, lo bueno nunca sobra, lo malo es no decir que era exigencia de los patrocinadores.

Pero entremos con un poco más de detalle en esta nueva narrativa centroamericana y dominicana, refirámonos a algunos casos concretos, destaquemos algunos textos que lo merecen, por Guatemala, “Ramiro olvida” de Maurice Echeverría, probablemente el mejor texto de toda la muestra, sobrecogedor, el viejo verdugo, torturador y asesino está viejo, y además está olvidando, el texto lo relata un viejo amigo, un amigo que rescata toda la humanidad de Ramiro, su camaradería, nos descoloca, nos repugna, el monstruo también es gente, también es persona, que extraña joya nos regala Echeverría en este texto.

Por Nicaragua, María del Carmen Pérez Cuadra nos ofrece “Navidad en Managua” un texto que al igual que “El estreno” de Vanessa Núñez Handal por Guatemala tienen un gusto conocido; en ambos casos me recordaron un texto de Salarrué, “Noche buena” de sus inmortales “Cuentos de barro”, la restauración de la justicia en uno y su imposibilidad en el otro, la niñez centroamericana, su inocencia llena de carencias y lombrices, moribunda de diarreas y de sueños engendrará su mara, su militar, su político, pero al menos esta vez el nudo en la garganta, dos textos que nos recuerdan que en nuestra América Central lo único que cambia es el clima.

En un espacio para la polémica, por El Salvador, Alberto Pocasangre y su texto “Tiras de carne” que el poeta Juan Carlos Olivas, considera un “burdo plagio” del cuento de Julio Ramón Riveyro “Los gallinazos sin plumas” y es que las similitudes entre ambos textos son abrumadoras, no podría creer que al maestro Ramírez se le pasara esto, pero pese a todo, el texto de Pocasangre me gusta más que el de Riveyro, y es que la marginalidad no puede ser original, siempre engendra igual dolor en todo tiempo y en todo lugar.

Por Costa Rica Carla Pravisani (posiblemente la más andariega y cosmopolita de la muestra) sobresale por su texto “Locaciones” tan hábilmente ejecutada como crónica de viaje, hasta San Pedro Sula (mi ciudad favorita en Centro América) y con una sutil contención narrativa sabe poner los puntos en las íes y resuelve un texto que es paradigma de la institucionalidad y el clientelismo político en nuestra región.

Y cerrando, por Panamá, Carlos Oriel Wynter Melo y su texto “El hambre del hombre” una delicia de texto, con unos guiños y un manejo del doble sentido y la picardía que hacen de su texto un delicatesen.

Buena sorpresa depara la narrativa centroamericana de la última generación, tan marginal como les gusta a otros vernos, pero nunca nos ha molestado mostrarnos tal cual somos, universales siempre.


Germán Hernández.


Rodolfo Arias - Si te vino mea cuerdo

$
0
0


Rodolfo Arias, estrena cuentario, hiperbólico y en tiempos de microrelatos, se extiende con su picardía e ingenio dejándonos este plato fuerte para disfrutar... 


Risitas de Oro

Chuang Tzu soñó que era una mariposa
y no sabía al despertar
si era un hombre
que había soñado ser una mariposa
o una mariposa
que ahora soñaba ser un hombre
Herbert Giles, El Sueño de Chuang Tzu (1889)

El sancocho de ruidos era típico de un vuelo nocturno: los ronquidos de quienes tienen el privilegio de poder dormir­se en un catafalco con turbinas; el siseo de la película en los auriculares cercanos, que se sincroniza con los reflejos en las filas de pantallitas retráctiles; el timbrazo de algún pasajero primerizo que llama insistente a la aeromoza; las conversaciones en voz baja entre pasajeros que aprovechan la certidumbre de no volverse a ver nunca más para contarse terribles intimidades; el bebé cuyo quejido es afano­samente aplacado por esa pareja de turistas que demuestran, en la parafernalia que hacen surgir del equipaje, haber previsto con toda minucia las necesidades de la criaturita; el ronroneo de los motores; el clac de un compartimiento superior que alguien abre para buscar un libro con el cual entretenerse, o para entretenerse en eso mismo, abriéndolo y cerrándolo sin que al cabo quiera sacar un libro o cualquier otra cosa que pudiera tener ahí.
Yo llevaba abierta en mis regazos la portátil y trataba de repasar y afinar el Power Point que presentaría al día siguiente. Bueno, más o menos abierta, porque entre que mis piernas son largas, que yo soy de natural propenso a la incomodidad, que a esas horas el de adelante ya ha inclinado su respaldar y que éste tiene una bolsa donde asoman revistas como marsupiales, pues resulta arduo darle al monitor un ángulo adecuado y las manos enseguida se me cansan de teclear como si fuera tullido. Iba en eso, digo, tratando, no, cuando de repente sonó la voz gangosa del capitán.
Ignoro si las voces de los pilotos son gangosas porque los equipos de sonido de los aviones están diseñados para que así suceda, o porque los pilotos se esfuerzan en tenerla como señal de distinción, De algún tipo de distinción; no sé, todo es tan raro. Y así sean gringos como los de esa noche, o chapines o ticos, así sean parcos o así sea que se les desate lo cotorra y se inspiren y nos entretengan con datos del clima y de la visibilidad y nos agradezcan por la preferencia y se despidan seguros de que el vuelo ha sido de nuestro total agrado cuando ya es hora de quitarle los controles al piloto automático y ver cómo diablos posar este pájaro en el suelo sin que a nadie le acontezca algún desaguisado.
Ah, sí, gangosa. Sobrevolábamos Cuba, estoy seguro. Las Bahamas no: están más al este, y Gran Caimán es pequeñita. Había ralas ristras de lucecitas: en la isla de Fidel la electricidad es cosa dura; privilegio de unos cuantos postes que siguen creyendo en la revolución.
–Les habla el Capitán para comunicarles que tenemos una pequeña situación a bordo –Bueno: this is your captain, we have a small issue…–, resulta y sucede que se nos dañó el equipo de radio secundario, el auxiliar; en un vuelo local norteamericano eso no es problema pero las regulaciones para vuelos internacionales nos obligan a regresar a Miami. Les rogamos su comprensión, we do apologize, tan pronto como los técnicos en tierra lo reparen reiniciaremos nuestro vuelo.
Shit. American Airlines: siempre me pasa algo malo. Cochinada. Si no hubiera sido por la premura, por la taranta. Yo sí que soy malo para decir que no, carajo. Anteayer recibí una llamada del mismísimo Presidente Ejecutivo, Pelota Sobrado, que me interrumpió la clase justo cuando había por fin logrado que los chamacos se concentraran.
–Mirá –dijo Sobrado cuando su secretaria me lo pasó–, es urgente que nos acompañés a la conferencia panamericana, en Chile. Rojitas va a ir a mostrar el modelo que nos diseñaste pero vos sos mucho mejor expositor, no le digás que yo dije, y sería una gran cosa que a nivel regional se adopte esa arquitectura de información. Para mí sería un clavel en la solapa, culminaría mi administración y en confianza te digo que me daría mucho punto político; y para vos, imaginate… te podés lanzar fuera del país… ¡De veras, hacenos el favor!
–Tenés que dar la vuelta por Miami– sentenció esa tarde mi agente de viajes, quien tras varios lustros en ese duro ajetreo conserva para tales momentos la tersa voz de una doncella impúber–. Ya no hay asientos ni en Copa ni en Taca, las que vuelan directo para el sur.
Ni modo: dormir en sobresaltos porque en cualquier momento suena el despertador, levantarme de madrugada a bañarme y vestirme, llegar al aeropuerto entre bostezos y escalofríos. En la sala de abordaje llamé a Rojas; no había podido pescarlo antes. Rojitas, para propios y extraños, el Jefe de Cómputo.
–Me piden que lo acompañe durante la exposición del modelo– dije, jugando a la diplomacia.
–No, ingeniero –repuso al instante–, usted es el dueño de la bola, el papá de la criatura, me entiende, yo sólo voy secundándolo.
Así tenía que ser, y no de otro modo: Rojitas aprovechando el viaje para fugarse del congreso en las tardes y meterse a cuanto café con piernas descubra en Teatinos, Morandé y Catedral, ahí en pleno centro de Santiago; ir a comer mariscos a Donde don Augusto en el Mercado Central, visitar el Palacio de la Moneda y recibirle un panfleto a ese militante de izquierda que aun vendrá a dárselo, tomar fotos en el teleférico del Cerro Santa Lucía, tragar mucho vino, hartarse de sopaipillas y empanadas. Ah, y de postre un chilenito con un expreso bien fuerte.
–Yo viajo esta tarde y llego hoy mismo– soltó Rojitas, sin aguantarse las ganas–. Es que yo no tengo que dar la vuelta por Miami porque a mí sí me compraron a tiempo mi tiquete.
No, mentira, esto último no lo dijo. Obvio que no. Pensé que lo podría decir pero se limitó a restregar que mi viaje es directo y a la vuelta pienso quedarme de shopping en Panamá.
–Comprando tonteras y tomando más ron–, pensé que podría decirle si me salía con alguna otra indirecta, pero por suerte él andaba en modo parco. Nos limitamos a detalles técnicos que de todas formas no venían al caso: nadie nos iba a preguntar finezas durante la presentación.
Llegada al aeropuerto a las siete, para despegar a las nueve y llegar a Miami a las doce, donde ya son las dos, salir a las cinco y llegar a Santiago a la medianoche, donde ya es la una de la mañana. Puta, un tirón de mierda. Ah bueno, y estar listo para exponer a las diez. Me tragué un pedazo de pan con media taza de café, agucé el oído para distinguir el pitazo del taxi entre los incipientes ruidos del barrio, abracé a mi esposa y a mi hija, nos llenamos de besos y caricias, acomodate bien el cuello de la camisa, mi amor, papito que le vaya bien, adiós papito, adiós.
A ella, mi esposa, le gusta hacerme la maleta. La vís­pera regresó cansadísima de su oficina pero no tuvo reparo en ir doblando camisas y pantalones con amorosa minucia, mientras yo completaba el ritual cantando a Elton John, she packed my bag last night, preflight. And I´m gonna be high, as a kite by then. Rocket máaaan, desafinaba yo mientras escogía corbatas.
–Mire, hombre cohete –me interrumpía ella, a sabiendas de que me encanta que pronuncie cuete–, vaya al cuarto de pilas y tráigase unos calzoncillos suyos que están guindando en la cosa verde de secar la ropa interior.
Los pinches esos ahora le dan a uno en el avión una empanadilla chirrisca y un vasito de gaseosa, y en Miami me estaba muriendo de hambre. Concourse A, Concourse B, cincuenta puertas en cada uno, Concourse F, a ese hay que ir en tren. Los laberintos, el montón de tiendas libres de impuesto, los agentes de migración, insoportables, fúchile, las dudas, los retrasos, la gente que corre jalando la maleta como si huyera de un incendio. Busqué La Carreta, comidita cubana muy rica, pero había unas filas terribles y seguí de largo. Por ahí vi, en uno de tantos comercios, algo que parecía ser un libro con un DVD, en varios idiomas, los mejores cuentos infantiles, decía, the best, the very best, precioso, sí, lindísimo, me acerqué al escaparate, a mi hija le encantaría. Qué linda, en la puerta de la casa me dijo que ella ya era grande, con toda la solemnidad que se puede tener a los seis años, que por cierto es una solemnidad aplastante.
–Ahora ya no me da miedo de que usted no regrese, yo sé que el avión va a volver, antes creía que cuando te ibas nunca más iba a verte, papito, pero ya entendí, ay papito te quiero mucho.
La bandida me había mirado con esos ojos que me parten como si yo fuera un tuco de queso tierno, y ahí estaba ahora frente a mí: un disco con un libro y capaz que hasta con un perfume, en un negocio de los muchísimos que hay en este mega deschave de aeropuerto. En la portada había una chiquilla rubiecita con unos osos, y de lo muerto de hambre que estaba yo no lograba acordarme cuál sería ese cuento. Algo me decía que si entraba a comprarlo a lo mejor ya no tendría tiempo de almorzar, y agregaba la excusa de que además tendría que abrir el equipaje para encontrarle un sitio y qué pereza desordenarlo todo. A la vuelta, sí, no me va a costar encontrarlo, sí, con unos osos y una niña de pelito dorado, claro, debe haber en otras tiendas, eso lo ponen por todas partes.
–Un café negro, un sándwich de jamón y queso y un alfajor, please. Plis, s´il vous plis– dije parando en una cafetería. Un lugar elegantillo, no de los de hacer fila con una bandejita plástica. Elegantillo significa que le traen a uno el café en un pichelito metálico. Un pichelito metálico significa que el café se va a regar. No hay cómo servirlo sin que el chorrito se venga adherido al maldito pichel y gotee por el fondo de éste y uno tenga que calcular cómo hacer para que por lo menos caiga en el plato. Elegantillo significa mantel blanco, significa churretes, miradas discretamente fulminantes de los demás clientes, elegantillos también.
Rumbo a quién sabe cuál ignoto rincón del mundo iba un gordo, arrastrando sus chécheres y disipando su fatiga. Calculé que sus huellas, dado el caso de que estuviera caminando sobre el barro, quedarían más distantes a izquierda y derecha que hacia adelante y atrás. Tal vez ese sea un criterio que usen los detectives cuando rastrean delincuentes. “Un panzón, mirá las huellas qué abiertas”. “Un renco, ésta le queda torcida”. “Una ricura, porque pone los piecitos…”. “Un jefe, mirá cómo clava los tacones”.
Mi estéril divagación quizá servía para aplacarme el remordimiento de no haber entrado a comprarle a mi hija el DVD con cuentos infantiles. Debe haber tenido adentro alguna sorpresa linda, aparte del libro, a lo mejor un espejito, o un perfume… era un paquete grande. Sí, tal vez hasta traía una cosilla de esas para escuchar música, un mp3. Mp4. Eme pe algo.
La idea del café era, además, coger fuerza para abrir la portátil y seguir revisando y puliendo la presentación. El modelo de datos, la seguridad, la interfaz y la navegación, el público meta, los niveles de usuario. Un rezador de rosarios no tiene la menor sospecha del privilegio de nunca tener que explicar qué carajos es un producto de software. Dios te salve María, cincuenta veces, y jale cochero. Junto a la cafetería había un inmenso ventanal y al otro lado parquearon un Jumbo de Air France. Llegó poco a poco, lentísimo, descomunal, hasta casi tocar los cristales. Me concentré en eso, por supuesto. Luego pedí la cuenta y el cholo con pinta de cubano y corbatín me dijo que treinta y tres dólares.
– Son treintitré –como si tal cosa, mientras se metía las manos en las bolsas del delantal y hacía tintinear monedas.
– ¡Puta! –exclamé–, ¿no le da vergüenza? ¡Con treinta y tres dólares yo voy a Palí y compro montones de queso y pan y mortadela y hago montones, pero montones, de sándwiches mejores que esta vara medio tiesa!
No, falso: sólo restregué medio segundo mis ojos encima de los suyos y él entendió que me parecía un atraco y en otro medio segundo me restregó los suyos para decirme chico no es culpa mía, preparándose de una vez para darme el vuelto con acendrada compostura y consabida frasecita de que tenga un buen viaje, señor.
Un muy buen viaje, sí, eso parecía cuando emprendí la travesía en diagonal de aquel inmenso salón, cuyo alto techo parecía dispuesto a conferirme más importancia de la que en buena lid podría corresponder a cualquiera de los átomos bípedos lúcidos intrépidos ávidos que se movían por ahí en caos y desconcierto aparentes. Caminar con certeza de destino, y de tener más tiempo para ello del que mi ritmo natural requiere, suele producirme una grandiosa satisfacción, esa suerte de empalago del que uno se cree a salvo de escrutinio e intercambio, ese regusto amable que se disfruta en estricta soledad. Llegué a mi puerta de abordaje y fui más por costumbre que por necesidad al counter, donde una peliteñida me dijo we´ll be ready in twenty minutes, sir.
Ready para la zozobra, yo conozco a estos cafres. Una vez en Dallas, otra vez en Santo Domingo, tropezo­nes técnicos, por decirlo con ternura. Cabrones. ¿Cómo se llamaría la tienda donde estaba el DVD con la chamaquita rubia y los ositos? ¿La podré ver a la vuelta? Dependerá de dónde parqueen el avión al regreso. Carajo, no me fijé en cuál pasillo de cuál parte. Los Concourse, así se llaman. Concourse. Concourse de Belleuza. Concourse de antecedeuntes. Un 767, de los gordos. Siete horas y diez minutos hasta Santiago. 37H, muy atrás, pero conseguí ventana, no para estar viendo para afuera sino para recostar la cabeza en la pared. Deberían hacerles a los aviones almohaditas en la pared. Daría igual; yo no puedo dormir en estos aparatos. Nunca falta el que no encuentra su asiento, el que le pide a otro que intercambien, fíjese que viajo con mi abuelita, el que al llegar, con cuatro motetes que viene estrellando en las cabezas cercanas, se percata de que su maletero ya está repleto y arma un bochinche, la preciosidad que al embocar en el pasillo se detiene un momento, provocando.
Son tardes breves, las de fin de año en esta parte del mundo. Mientras carreteábamos para despegar, el sol se arrastraba sobre la pista, yendo a ponerse allá atrás, donde nadie pudiera verlo. Al poco rato las disciplinadas lucecitas de las alas ya zurcían la oscuridad, mientras la noche se terminaba de acomodar en su trono. De cuando en vez había pequeños rebaños de faroles que declaraban la presencia de un pueblito. Así me parecía: un modesto caserío, quizá un auto viejo que pasa, luego una guagua tan colorida como destartalada, mambo y guaguancó en el colmado, calor que le gana la partida a la brisa, paz y frugalidad que abren campo a la mesita de dominó. Por qué no: desde allá arriba uno tiene o derecho a imaginárselo todo. Uno nunca ha andado por esos campos cubanos pero ha oído tantas cosas. Buena Vista Social Club, esas vainas. Si pudiera sacar la cabeza por la ventana estiraría el pescuezo para tratar de oír y oler, pero como no puede se contenta con inventar mientras se coloca los audífonos y busca el canal donde transmiten rock viejo y cree que el azar le traerá una vez más a Elton John, I´m not the man they think I am at home, I´m a rocket man. Lo cree y lo espera y ahí se queda, con su nariz pegada al ventanuco y su portátil con la presentación a medio revisar. Y así permanecería, quién sabe por cuánto tiempo más, de no ser porque el capitán, con la voz gangosa de siempre, lo interrumpe todo de golpe y porrazo para anunciar que el avión tiene un problema en el pinche sistema de radio y que no queda más tren que dar vuelta en u.
Pasé las siguientes diez ¿once, doce? horas de mi vida en safe mode, esa cosa que tenía antes Windows cuando se desconfiguraba: modo básico, zombie, modo estúpido donde no podés hacer nada, atrapado en el brevísimo espacio del asiento. No sé cómo logro que pase el tiempo, que los minutos al cabo se cuelen por la estrecha, mañosa, respondona rejilla de mi vigilia, sin que yo pueda concentrarme en el trabajo o en la lectura, sin que pueda ponerle atención a la película. Ocean Twelve, me parece. Brad Pitt, George Clooney, Julia Roberts y toda esa caterva, La inverosimilitud me exaspera y me desespera, Venecia me alborota los antojos no resueltos, el audífono nunca se acomoda bien a la curiosa forma de mis orejas. Corrijo: mis orejas nunca se adaptan a la curiosa forma de los audífonos.
Sí sé que durante una hora, más o menos, retornamos como Hansel y Grettel por el sendero hacia Miami, que ahí estuvimos otra hora, quizá hasta más, mientras se le revisaba al avión el pequeño problemita del radio, que otra vez la voz gangosa se regodeó contándonos que el problema aparentemente era más serio porque no había podido repararse y que, Eureka, había que cambiar de avión. Sé, también, que los grupos humanos que están bien acomodaditos en unas filas de asientos se hacen mucho más grandes cuando se dejan sueltos y cuando tienen cólera y cuando ya tarde en la noche se les pide que se repartan los sillones de una sala de espera, porque ahí el más abusado vendrá y usará tres campos y se horizontalizará con su mochila sirviéndole de almohada sin importarle cuántos deban quedarse verticalizados por su culpa, que algunos de estos deambularán por el salón hasta converger en el percolador, que se servirán y que por buena educación no dirán que el café sabe a estopa requemada, sorberán un poquito y sonreirán apenados y cuando por fin nos llamen para abordar el otro avión quedarán vasitos intactos con café frío, puestos en cualquier parte.
Sé, además, que mi 37H será idéntico al anterior, con la misma tapicería y la misma estrechez, que al rato de haber despegado nos ofrecerán una cena, rayos, se apiadaron de nosotros, que los ravioles no estarán nada mal, ni la ensalada ni la botellita del Sunrise Cabernet de California; sé que el de al lado, un tipo taciturno y flaco y de anteojos pensados para un cachetón, apenas probará su cena y en­seguida roncará; sé que mi panza no estará aún tranquila porque anda de malas desde el mísero sándwich de treinta y tres dólares del mesero del corbatín y que por eso mi mano izquierda al cabo no se aguantará la tentación y viajará hasta la bandeja del dormilón y se robará en un san­tiamén ese pancito redondo y que sonreiré pérfido bajo el rayito de luz mientras degluto la pelotita de carbohidratos.
Sé, y me da pena confesarlo, que no sé si pude dormir algo, pero sí que la noche se dio vuelta para el rincón arropada en nubes y que ya no pude ver más pueblitos cubanos ni de ninguna otra parte; sé que repasé el exiguo catálogo de cuentos infantiles que mi memoria conserva y que no pude acordarme de cuál sería el de la niña con los ositos, porque el otro era de chanchitos, y con un lobo que se metía por una chimenea y entonces ese había que descartarlo. Sé que saqué la revista marsupial y que no encontré nada interesante para leer, había un catálogo del dutee free de a bordo, perfumes, lápices labiales, plumas Mont Blanc; sé que bostecé viendo las fotos del consabido reportaje de un paraíso de turismo ecológico tropical, quizá en Panamá, quizá en las islas de la bahía en Honduras.
Sé que algo trabajé en mi presentación, que repasé las filminas donde se habla de la configuración dinámica de las pistas de auditoría y de un esquema flexible para la generación de indicadores de control; ahí siempre hay un gerente que pregunta por aquello que no está previsto en el modelo. Cuánto tardan las secretarias maquillándose, respondo al instante, ese caso hipotético provoca risas, no falla, quedo bien y la gente se alegra y de inmediato me apresuro a aclarar que sólo es un ejemplo y que no tengo prejuicios machistas; sé que anoté eso al pie de alguna filmina y que ya para entonces me dolían las muñecas de tanto teclear como tullido.
Sé que repartieron frazadas y que una endeble, peliaguda, idea de silencio se fue apoderando de la cabina y que durante algún rato yo fui el excéntrico que mantenía algún tipo de actividad, así fuera mirando los cráneos del prójimo sobresalir un poquito sobre los asientos. Sé que cerré los ojos y que, como muchas otras veces, imaginé que el avión fuera un taladro que va horadando la nada, que va creando un túnel en la nada porque tiene el maravilloso privilegio de ser y estar en la nada y de saber, como si lo anterior fuera poco, que tras bajar y bajar será premiado con un planeta. 279
Sé -faltaba más- que intenté acomodarme para dormir, que metí más los pies bajo el asiento de adelante, que traté de virarme hacia un lado, que pensé mucho en cómo sería la habitación que me esperaba en el hotel. En Providencia, avenida Pedro de Valdivia, veinte pisos o así, una torre. Neruda, una vez lo vi desde afuera. Mi veterana agente de la voz impúber me llamó hace un par de días para contarme que sólo quedaban suites de las más caras. Excelsior, Majestic, algo por el estilo. Master Golden. No, eso no. Golden Plus. Algo con Golden, me parece. Para aclarar el misterio tendría que haberme fijado en la reservación y para eso tendría que haber despertado al flaco inapetente para salir al pasillo y abrir el maletero y por supuesto no valía la pena tanta tramoya. Pero sí, carísima. Ella, la agente, me lo advirtió y yo decidí ponerme llorón.
–Si no me pueden hospedar en el mismo hotel donde va a ser la convención entonces prefiero no ir, la verdad es que no me gusta recorrer media ciudad al final de la jornada, y se suele terminar muy tarde.
Eso exactamente proferí, en mi mejor tono cosmopolita dolor de bolas, y ella me respondió que sólo con la autorización del Presidente Ejecutivo podría reservarme la Golden Majestic, Platinum Executive, o lo que diablos fuera. Yo le machaqué ni mal modo, hágalo, contáctese con su secretaria, y media hora más tarde ella me llamó para decirme que Pelota Sobrado había dado el visto bueno al capricho. No es cierto: ella omitió capricho o antojo. Fue súper discreta pero ambos lo teníamos muy claro y yo le sonreí al auricular y prometí traerle un recuerdito bien lindo.
Sé, por último, y en esto no me cabe la menor duda, que al salir del aeropuerto de Santiago ya estaba clareando.
En el hemisferio sur estos son por el contrario los días más largos, y el sol no se espera ni a las cinco para manifestarse sobre la cordillera. El taxista, cosa en demasía sorprendente, era igualito a mi compañero de vuelo: callado, larguirucho, con un rostro de rasgos secos que contrastaban con la forma de unos anteojos pensados para una cara mofletuda. Muy solícito abrió una de las puertas traseras y con ello impidió que yo me sentara a su lado a armar cháchara.
–Hotel Neruda– pedí.
–¿En Pedro de Valdivia?
–Sí –y eso fue todo.
Pronto surgimos de los túneles solitarios y repletos de eco y luces amarillentas y pasamos por Plaza Italia y subimos por Providencia hasta Once de Septiembre. Ellos tienen también su 9–11 y es más viejo y doloroso, me decía yo, puesto en mute en el asiento trasero mientras veía la pátina blanquecina cubrir las márgenes del Mapocho y hasta el irrisorio Mapocho mismo. En un santiamén nos hallábamos frente a la gran torre del hotel.
De pie, junto al vehículo, y así que hubo puesto el equipaje en la acera, estaba mi taxista y tuve la impresión –creo que no sólo fue impresión, pero en fin– de que tenía puesto un corbatín cuando muy sereno me dijo que eran treinta y tres dólares. El cajero automático, allá, al emprender el viaje, me había dado sólo billetes de veinte, y por eso cuando le pagué al otro tipo de corbatín me devolvió uno de cinco y dos de uno y ninguno me servía ahora y tuve que sacar otro par de veintes; esas pequeñas ineficiencias monetarias, debo confesarlo, exacerban uno de mis humildes tocs.
La puerta giratoria del hotel, con esa vocación algo traumática que las de su especie tienen para transportar de una dimensión a otra a sus usuarios, depositó en la acera a un botones, ya entrado en años, aindiado, corvetas, chaparro, que de buenas a primeras intentó apoderarse de mi equipaje.
–No, gracias –lo detuve–, yo lo llevo.
Encima de la maleta de carretilla, atado con un par de correas, pongo el maletín de la computadora, y me siento tan desamparado como irresponsable si doy un paso dejando de percibir el cortejo ronco de las rueditas en el piso, siguiéndome como animalitos. Ya una vez, en el apretujado aeropuerto de Ciudad Guatemala, me descuidé y alguien me lo volcó todo y al sacar la portátil en la oficina el mo­nitor había fallecido. Así que no, perdón pero yo lo llevo.
–No hay problema, señor –respondió el botones mapuche, con una sonrisa muy ancha, de muchos dientes y muchas coronas, muchísimas, todas de oro–. Vamos para que se registre –agregó señalándome el front desk con un brazo extendido, porfiando en la risita de oro.
Acompañado por él, que también parecía sentirse entre desvalido e inservible si no acarreaba el equipaje, subí a la habitación. Golden Executive, Majestic Golden, Excélsior Plus, diablos, se me olvidó preguntarle al de la recepción. Pero era grande, lo que se dice grande. Puta, qué cuarto. Una cama como para practicar entero el Kamasutra, haciéndose un poquito más para allá cada día, unas alfombras que hacían pensar en Fred Astaire y Ginger Rogers desatándose con el swing time, lamparitas doradas y adornitos cursi por doquier, unos sillones tan rubicundos que podrían hacerle el rato a la cama, cortinajes dieciochescos, un brillantísimo escritorio de trabajo y mucho más que no pude inventariar porque Risitas de Oro insistía en ser él quien me diera el tour y me explicara cómo usar aquella profusión kitsch que habría de ser mi refugio durante las próximas setenta y dos horas. Por suerte había cuatro billetes de a dólar prestos en el bolsillo derecho de mi pantalón, los dos que me dieron los dos del corbatín, el del sándwich lánguido y el de la conversación abolida. Risitas de Oro los recibió con la mejor reverencia de su repertorio, viró en redondo y me dejó por fin a solas.
Ahí me di cuenta, de golpe y porrazo, de cuan exhausto me hallaba. Sé que entré un momento al baño, que en la repisa frente al espejotototote descubrí un pichel con agua y un vaso grande, uno mediano y uno pequeño, que en la pared colgaban, sí, lo juro, una toalla grande y una mediana y una pequeña, cada una en un aro proporcional a su tamaño, que a los pies de la cama se alineaban unas mesitas de esas que se anidan y, valga la necedad, una era más grande, otra mediana y otra pequeña.
De lo demás, a lo Sócrates, sé que no sé nada, porque los cinco o seis pasos que me separaban de aquel colchón habrán sido invertidos en quitarme el saco y soltarme el cinturón, en sacarme la camisa y los zapatos, empujando el primero con la punta del otro y el segundo con la punta del pie, y los cinco o seis segundos posteriores a tan tremendo esfuerzo buscando una almohada de las que había bajo el edredón, dejándome ir de lado sobre ella como un mástil abatido, durmiéndome de golpe, quizá con un rayito de amanecer que se colaba entre las cortinas y me daba justo en la línea de la nariz.
Eso sí, a la hora de mi compromiso yo ya estaba bien bañado y peinado y vestido, muy orondo de pata cruzada y manos entrelazadas en una rodilla, hacia el final de la fila de butacas que decía “expositores”. A Rojitas no lo vi por ninguna parte; habría desde la víspera iniciado su turismo carnaletílico. No me sorprendía pero no me gustaba.
–Ya ahorita sigue usted –me dijo de pronto el de al lado, casi palmeándome el hombro.
Me viré y sonrió: nada en la homogénea penumbra del gran auditorio daba pie al brillo de sus pupilas. Allá abajo, en el estrado, mi predecesor exponía un modelo de seguridad y control para sistemas operativos de servidores en zona desmilitarizada. Yo ya había visto ese largo título en el programa del congreso y por algún extraño misterio me lo había aprendido. El mío, por cierto, no era más corto: un modelo genérico para procesos de integración en gobierno electrónico. La revisión hecha durante el vuelo, decidí con inusitada tranquilidad, había sido suficiente, y pese a la ausencia de Rojitas yo saldría airoso del compromiso, a punta de labia profesoral y buen desempeño en el escenario. Ahí vería cómo jugármela, no era la primera vez y no sería la última.
El de la seguridad de sistemas operativos era un nerd típico. Libras de más, centímetros de más en la corbata y en el ruedo del pantalón, colochos de más, sudor de más en la frente y mejillas, en fin, un exceso de aditamentos y de experticia cuando tiraba términos y conceptos como una regadera desenfrenada en un jardín yermo y adormilado. Sí, a esos genios siempre les pasa que el auditorio se les duerme y -tras de cuernos palos- al tipo lo habían puesto de primero en la mañana cuando de todas formas nadie ha terminado de despertarse.
Ahora estaba hablando de sondas. Una sonda era una especie de sensor, de software, se sobreentiende, a bajo nivel, que él colocaba en puntos críticos del sistema, los controladores de puerto, con énfasis en procesos de I/O.
El bicho no tenía la delicadeza de traducir o explicar las abreviaturas y siglas que lanzaba a diestra y siniestra, y entre el público había más de uno con cara de abogado o de auditor. Sonda, por cierto, es una palabra fea. Hay lindas, como centinela. Esa palabra me gusta: centinela. Qué linda. Cenízaro, preciosa. Turquesa. Carámbano. Pedigrí. Calicanto. Aquí en Santiago hay un puente que se llama así. Pero sonda es fea. Hace pensar en el extremo posterior del tracto digestivo, en camiones de la Cruz Verde que llegan a destapar tuberías, en ruidos, en ductos oscuros y pestilentes, en intromisión, en ratas.
Y ya que salen a colación laberintos y pasadizos, el maletín de mi computadora es una mágica trampa cundida de intersticios y cremalleras, de forros insospechados y separacioncitas donde un papel, el único que en ese momento me urge porque es la certificación que me autorizará a lo que sea que yo deba ser autorizado, ese maldito desaparece y yo quedo para siempre sentenciado bajo el rayo fulminante de la fecha límite y de la multa y del oprobio y del bochorno. Así que, en previsión, yo había traspasado mi presentación a la memoria de mi súper smartphone, recién sacadito de la caja. Ya me veía muy sofisticado en el escenario, poniéndolo cerca de la computadora y el data show y transmitiendo vía bluetooth el archivo, dándome vuelta luego hacia el auditorio, con aires de insoportable metiéndomelo a la bolsa del saco, iniciando mi derroche de sabiduría.
Pero bueno, antes había que esperar a que el nerd de talla inferior a la talla de toda la tecnología que lo envolvía terminara con sus sondas apasionantes. Por el tono se puede, a veces, prever cuánto le falta a un expositor, pero al nerd todas las palabras le salían con la cansina arritmia que tiene por ejemplo el chorrito de un grifo mal cerrado, y el cabeceo de los oyentes seguía con más fidelidad ese goteo de tubería abandonada que cualquier lógica o significado que pudiera aun existir en lo que él seguía exponiendo.
Yo, por alguna razón inescrutable, empecé a cla­sificar sus palabras en grandes, medianas y pequeñas. Multiplexación. Desacoplamiento. P1. Calendarizador. Búfer. DMZ. Granja. El de al lado me palmeó el hombro y supe que había empezado a cabecear, que una aplastante fatiga se me había encaramado de pronto y que además tenía tremenda urgencia de hacer pipí. Así es como se dice para que no suene muy feo. Hacer pipí, aunque para ello uno tenga que deslizarse de costado entre el respaldar de los asientos de adelante y las rodillas de los vecinos, hasta ganar el pasillo tras haber repetido hartas veces perdón, disculpe, perdón, lo siento, perdón. Perdón.
Ignorante de la calaña del compa de pupilas láser preferí sacar el smartphone de la bolsa del saco, pero a éste lo dejé en el asiento de al lado para que no se me arrugara. Tengo siempre la sensación de que no me quedan suficientemente largos, de que no me cubren las posaderas como Dios manda, y si me hubiera sentado en la butaca con él puesto ese fenómeno que digo habría empeorado, de ma­nera que salí del auditorio Cóndor II en mangas de camisa, con el celular en la bolsa del pantalón, frunciendo el ceño bajo las arañas luminosas.
No tenía la menor idea de que el Neruda fuera un hotel tan grande y complejo, tan lleno de gente, de ruidos, de escalinatas, elevadores, salones, lobbies con sillones y damas elegantes y quizá hasta detectives de lentes oscuros de esos que siempre están fingiendo leer un diario. Estupefacto giré, de pescuezo estirado: era tan de suyo abigarrado que hasta parecía la estación central de trenes de una metrópoli. Había rótulos con flechitas para orientar a la concurrencia, entre ellos uno que decía Auditorio Grande, Cóndor I, Congreso Anual de Ganaderos del Cono Sur, Auditorio Mediano, Cóndor II, con el nombre de nuestra reunión, Auditorio Pequeño, Cóndor III, Muestra Internacional de Perfumería Asiática.
Pero yo sólo quería orinar, ya dicho así, en normal y en directo. Otee a izquierda y derecha, busqué en los ró­tulos y las flechas alguna siluetilla con el pene pringando. Pero no, nada, el destape y la desfachatez del nuevo siglo aun no llegan a tanto. Seguimos limitados a las palabras, Servicios Sanitarios, Restrooms, cuartos de restar, de restarle peso al cuerpo, excretando. Por fin descubrí el signo ganador, que señalaba hacia arriba por una escalera de lus­trosos pasamanos. Jadeando llegué al próximo nivel, donde las siluetillas adornaban sendas puertitas, la de pantalones y la de enagua triangular, y en la perilla de cada una, cosa que nunca puede faltar en momentos así, había un rótulo que colgaba, mecido por brisa de ignota procedencia: “En mantenimiento”.
Di vuelta en redondo, bajé corriendo, busqué más rotulitos de cuartos de restar y de enaguas triangulares o patas tiesas y de puntas redondas, vi por fin otro hacia allá, al extremo opuesto del salón de las arañas luminosas y del exceso de personas y objetivos y camotes, apuré cuanto pude el paso, zigzagueando, hasta darme de frente contra la cruda realidad de una larga fila de comensales que meneaban la cadera para contener sus urgencias urológico–renales.
No, la verdad, la pura y santa verdad, es que exagero, que miento con descaro: la gente hacía la fila con impaciencia y feos murmullos, pero sin contonearse y sin dejar
regueritos en el inmaculado piso de mármol. Yo no tenía la menor idea de cuánto tiempo más iba a durar el soporífero grifo de palabras del nerd, y en cualquier momento la Interpol de los organizadores podía desplegarse en pos de mi pellejo. Qué cara le haría al Presidente Ejecutivo, el nunca bien ponderado Pelota Sobrado, y hasta al mismísimo Rojitas, ante tal bochornoso avatar del destino.
Ya en máximo estado de alerta y absorción semiológica hice los trescientos sesenta grados bajo la descomunal araña de luces, hasta descubrir al fondo del pasillo, de uno de tantos pasillos, un rótulo que decía “sólo personal autorizado”. Imaginé al otro lado de esa puerta un mundo opuesto, el universo inverso de la ausencia de rivales, de la paz y el silencio, y fingiendo tanta naturalidad como las circunstancias lo permitiesen fui hasta ella y la empujé y entré sin más, Fui en efecto recibido por eso que quería: paredes grises, escaleras de malla metálica, extinguidores y rótulos de letras rojas sobre fondo blanco. Subí, devorando de tres en tres los escalones, empujé otra puerta restringida, vi por sacrosanta dicha del destino un rotulito con enagua triangular junto a uno de patas rectas y de puntas redondas, no decía cuarto de restar ni nada así pero ahí estaban las dos puertitas de los dos sexos principales de esta binaria creación, entré en la que me correspondía, abriéndome de un solo tirón la jareta, restándome medio litro de agüita amarillenta que me pesaba como medio quintal entre la vejiga. Ah…
Después, no era para menos, me di palmadas en la cara y la nuca con agua bien fría, me sequé con papel toalla y sentí ceder la fatiga; ella no sería problema durante la conferencia. Me acomodé la corbata y la hebilla del cinturón tan bien como pude, aspiré el aroma de encierro y desinfectante, supe que mi pelo estaba cordialmente caótico, o sea para cualquier parte, corroboré que sí se alineaban en mi eje frontal -el de los chakras- el nudo de la corbata, los botones de la camisa, la hebilla ya referida y la jareta. Me propuse regresar por donde vine sin moverme con demasiado énfasis para que toda esa frágil sucesión no se desacomodara. Y es que tengo terror, debo confesarlo, a lo torcido, la torcidez, a subir destramado a un escenario, con todo y que de seguro lo he hecho muchas veces, violando de cuajo una exigencia cuya férula no me perdona en los minutos previos a tales predicamentos.
Siendo así, bajé más despacio las gradas metálicas, tratando de tranquilizarme con la hipótesis de que el nerd de las sondas aún estaría procreando palabrejas de tres ta­maños, y con que a los peores expositores los suelen premiar después con largas series de preguntas; una vaina que asombra como pocas. Y estaba, por último, la posibilidad de que hubiera una pausa para el café entre su conferencia y la mía, de esto yo no podía estar seguro porque no tenía el programa a mano y sin embargo tenía lógica, mucha lógica. Claro, compa.
O sea que yo podía bajar esas gradas con calma, pensando en la secuencia de mi exposición: primero la moti­vación y los antecedentes, luego la primera capa, la interfaz, haciendo énfasis en la sencillez y carácter intuitivo de los casos de uso, adentrándome luego en los controles y en la lógica de la segunda capa, para cerrar con un breve recorrido por las estructuras internas de almacenamiento y con una excitativa a considerar las grandes ventajas que tendría para la región un proceso de interoperabilidad y portabilidad tecnológica y de hallazgo de estándares para los procesos de planificación y de coordinación internacionales. Sí, una sola vomitada y en ese orden, me los echo a la bolsa. Palabruchas, cómo hay.
Tuve mente, también, para pensar en mis pobres estudiantes. Habían entregado la documentación de los mecanismos de seguridad, con los mensajes de advertencia y excepción, pobrecillos, una cosa aburridísima de hacer. Y más aburrida todavía de revisar, reconozco, pero me dije que esta misma tarde, luego de una merecidísima siesta, emprendería la labor y mañana en la mañana ellos recibi­rían mis correos. Con copia al Director de la Escuela, para que vea que sí me preocupo. Me hace mueca de perro cada vez que le pido un permiso como éste. Ay, mis pobres muchachos, cómo los abandono, iba pensando cuando llegué otra vez a la puerta de acceso restringido, disponiéndome a retornar al mundo del trajín ruidoso y multicolor que había con solo franquearla.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando abrí y me topé con más pasillos grisáceos y más rumor como de estacionamiento, de planta eléctrica, de sistema de aire acondicionado. Tan distraído venía que con toda seguridad había bajado más de un nivel por la escalera metálica. No había otra explicación posible y regresé para entrar por donde salí. Subí, confiado, pero no se pudo: la puerta se había trancado, drástica y ruda. El pasillo se alejaba a izquierda y derecha, había una pared lisa y brillante al frente, pasamanos recién pintados de negro, ductos, tuberías y mangueras en el cielo raso. De pronto se abrió una puerta en esa misma pared que antes me pareció sin interrupciones, a mi de­recha, como a unos doce pasos. De un pequeño aposento surgió, y con el mismo atuendo que tenía esa madrugada, Risitas de Oro.
–¿Qué hace usted aquí? – preguntó con sequedad.
–Perdone, me debo haber extraviado.
–¿Pero cómo entró, señor?
–Por ahí, por esa puerta.
–Pero usted no debió haber abierto esa puerta, ¿por qué lo hizo?
–Venía del baño.
–¿Del baño, cuál baño?
–Del que hay arriba.
–¿Arriba?
Me di cuenta de que ese diálogo no estaba sirviéndo­me de nada. Risitas de Oro encontraba siempre la respues­ta, o la pregunta a mi respuesta, que más me alejara de lo único que podía interesarme: salir de ahí tan rápido como fuera posible.
–Mire, luego cuando coincidamos en el hotel le explico –lo atajé–. Ahora me urge regresar al auditorio.
–¿Cuál auditorio?
–Cóndor II.
–Ah… Cóndor II.
–¿Puede abrirme la puerta, puedo irme?
–No señor, no puede irse –dijo al fin, luego de dar vuelta, ingresar al recinto del que salió, y sentarse muy par­simonioso tras un escritorio.
–Pase –agregó, y entré en una oficina que me sorprendió por espaciosa. Frente al escritorio había tres sillo­nes, uno grande, otro mediano y otro pequeño. Escogí el grande, me recosté bufando. Decoraban las paredes tres cuadros con flores y no diré, para no aburrir, de qué tamaño eran.
–¿Por qué no puedo irme?
–Porque está en una zona restringida, aquí en este edificio hay bóvedas de seguridad.
–¿Bóvedas de seguridad?
–Ajá.
–¿Seguridad de qué?
–Ah no, señor, no le puedo suministrar detalles, yo mismo no conozco mucho.
Risitas de Oro se había por fin dignado a mirarme, y lo acompañó con el despliegue de sus bruñidas coronas.
–¿Se acuerda de mí? –aproveché para preguntarle–, esta madrugada usted me llevó a mi habitación, me ayudó con el equipaje.
–Ah, sí –respondió, y en un instante supo llegar a un punto neutro, a una suerte de equidistancia perfecta donde cualquier posible emoción se anularía con su opuesta: ni sereno ni ansioso, ni condescendiente ni agresivo, ni curioso ni indiferente. Eso sí, en perfecto silencio, mientras tomaba una pluma y empezaba a llenar un gran formulario.
–¡Necesito irme! –supliqué– ¡Ya mismo tengo que ir a dar una conferencia, en el Salón Cóndor II, déjeme salir!
–Primero tiene que suministrarme una identificación, señor, para anotar sus datos aquí –contestó sin levan­tar la vista del papel.
–¡Pero yo no tengo mis documentos aquí, están en el saco!
–¿En el saco?
–¡Sí, en mi saco, lo dejé en mi butaca, en el auditorio!
–Ah, ya entiendo, usted salió del auditorio y se vino para acá, ¿por qué se vino para acá? ¿Se puede saber, señor?
–¿De veras necesita preguntarme eso? – me encrespé.
–Sí, es una de las casillas de este formulario. ¿Me da por favor su identificación?
–¡Que no la tengo, ya le expliqué!
–¿Y dónde dice que la tiene?
–¡En mi saco, en el auditorio Cóndor II, la fila de bu­tacas reservada para los conferencistas!
–Ya entendí, señor, no tiene por qué levantarme la voz –agregó mientras escribía algo en la computadora. Un vejestorio con monitor de tubo, un armatoste.
Qué tipo exasperante. Busqué un insulto. “¡Qué feo que a uno le toque ser usted!”. Algo así, contundente. Pero un poco de silencio nos vendría bien. Saqué mi celular de la bolsa del pantalón; si localizaba a Rojitas él me podría ayudar. El aparatito reconoció enseguida una red inalámbrica, “Neruda–guest”, pero tenía clave de seguridad. Risitas de Oro seguía muy concentrado tecleando, con dos dedos, despacísimo. El ruido de esas viejas teclas daba ganas de llorar.
–¿Me puede por favor dar la clave de la red de huéspedes?
–Debe pedirla en recepción.
–¿No la sabe?
–En recepción se la van a dar con mucho gusto.
Volví al silencio, a moler con desespero los trocitos de tiempo que sus teclazos hacían saltar.
–¿Qué está escribiendo? –me atreví al cabo.
–Un mensaje al oficial de seguridad de la zona de auditorios.
–¿Y por qué no lo llama a su celular?
–Acá no tenemos, es prohibido usarlos en el trabajo.
–¿Y para qué es el correo?
–Le estoy avisando que usted está aquí, para que le busque su saco y lo traiga con su identificación, de otro modo no puedo completar el formulario.
–¿Pero y cómo va a leer el correo si no puede usar el celular? –gemí, controlándome a duras penas.
–Él hace rondas –Risitas de Oro me obsequió una vista full extras de sus dientes.
–¡Pero yo no puedo esperarme tanto, tengo que ir a dar mi conferencia!
–Yo lo entiendo, pero no lo puedo dejar aquí solo, señor…
–¿No tiene otra solución?
–No, no tengo otra solución. Y me disculpa, caballero, pero entre más preguntas me haga más voy a tardar.
En ese momento me di cuenta de que en la pared detrás de su escritorio había un póster enorme, con una modelo en tamaño natural. Pensé que se trataría de un anuncio de cerveza, o de aceite bronceador o así por el es­tilo, una cuestión turística. Viña del Mar, La Serena. Pero sólo era la foto tamaño natural de una de esas mujeres que alcanzan un grado inmanejable de perfección en sus formas. Es un equilibrio, una geometría, una configuración mágica que lo hace preguntarse cómo será que a esa clase de preciosidades sólo se las puede ver de cerca en fotografía, y cómo será que se logran poner esos trajes de baño tan pero tan diminutos, eran una tanga y un sostén de tan tremendísima brevedad, tan inapelablemente sucintos que al cabo no pude sustraerme y me quedé mirándola fijamente, abriendo en desmesura mis fauces y mis párpados porque ella pareció que así, sin previo aviso, había echado a andar.
Ya estaba a punto de llegar hasta a mí, de abrazarme o de venírseme encima cuando sentí a Risitas de Oro que me palmeaba la espalda y me movía la cabeza.
–Qué… ¿qué pasó?
–Señor, disculpe, pero se quedó dormido en el sillón.
–¡Ah, sí, qué pena!, es que estaba esperando a que usted llenara el formulario y viniera el otro agente con mi saco.
–¿Cómo dice?
–El otro agente, mi saco…
–No sé de qué me está hablando, señor, debe ser algo que se soñó… mire, aquí tiene este papelito, camine hasta el fondo del pasillo, doble a su izquierda y se lo entrega al guardián que hay ahí, le explica que se extravió y que va para el auditorio Cóndor II, son tres niveles más arriba, él le va a ayudar. Apúrese señor, usted me dijo que tiene que ir a dar una conferencia.
Creyéndomelo apenas, tomé el celular de mis regazos, me incorporé y corrí desesperado, haciéndolo todo como Risitas de Oro acababa de explicarme. Donde él dijo había, en efecto, otro guardián que me guió muy amablemente, y ya no quise fijarme si sería alto o bajo, gordo o enjuto, con anteojos para caras mofletudas o con corbatín; sólo le di las gracias, empujé la puerta, descorrí la corti­na y reingresé al auditorio justo a tiempo para iniciar mi conferencia.
–Ah… ¡allá está nuestro expositor! –exclamó un organizador, invitándome a subir al estrado.
Muy adusto le di la mano, disimulándole a él y al público los requiebres de mi aliento. Mientras me presentaba y agradecía con alguna fórmula gastada que incluyera una explicación de mi retraso, fui disponiendo el celular cerca de la estación de trabajo, y pronto la conexión Bluetooth estuvo lista y trasladé el archivo de mi conferencia. “Bueno”, dije frotándome las manos, “lo primero que vamos a ha­cer es una motivación del modelo, de sus antecedentes y orígenes”.
–¿Del modelo? –preguntó alguien del público, con una estruendosa carcajada.
Me sorprendió su descortesía, claro está, y ya iba a responderle cuando otro, ubicado más atrás, agregó:
–¿No serán los orígenes de la modelo?
–¿La modelo? –repuse, mientras me viraba y con es­tupefacción comprobaba que la muchacha guapísima del póster de la oficina de Risitas de Oro estaba siendo desplegada en todo su esplendor, tanto en la pantalla prin­cipal, la más grande, como en otras dos, una mediana y otra pequeña, que había a un lado del salón y a la entrada, respectivamente.
–¡Disculpen! –grité yendo en carrera hasta la mesita– ¡Esto es un accidente! –y traté de detener la proyección.
La forma más directa era desconectando el Data show, pero estaba encaramado allá en el techo, y el cable era USB y había muchas entradas de este tipo en la CPU. Presioné frenéticamente “escape”, sin resultado. Mientras el mundo seguía desternillándose, una parte de mi cerebro se empeñaba en hallar una explicación. Quizá activé sin querer la cámara del celular mientras Risitas de Oro llenaba el formulario. Pero no: él no había estado llenando tal formulario, fue eso lo que me soñé… ¡Sí, el maligno fulano se había aprovechado de mi sopor y había filmado sin que yo pudiera darme cuenta! ¡Luego me había despertado, cabrón, indio cabrón, así que ya había hecho la trastada! ¡Maldito, me las tenía que pagar!
La razón no podía ser otra y ahora mi presentación era un desastre porque Risitas de Oro había incluso tenido la astucia de hacer zoom sobre el pubis de la modelo. El cuadro seguía acercándose más y más al diminuto trapito que cubría su sexo, y el público se carcajeaba y yo pateaba el suelo tratando de reventarle los cables a las regletas, hasta que hubo de repente un ruido tremendo, invasivo, un tropel a mi espalda. Volví a ver y un grandulón se había trepado al escenario y corría directo a mi encuentro. Traté de incorporarme (yo estaba de cuclillas, viendo cómo hacer para dejar la regleta sin alimentación) y el gigantón se me abalanzó. Quizá era Rojas; él no es tan alto pero cuando uno está en el suelo los gigantes proliferan.
La duda de todas formas se quedó en eso porque en el último momento di un salto y me vi al borde de la cama de mi suite Golden Majestic Executive, o como putas se llamara, en la orilla de la enorme cama donde apenas tres o cuatro horas atrás había caído como un árbol derribado por un rayo. El estruendo como de galope lo hacía alguien que aporreaba la puerta, que la debería haber estado aporreando largo rato y que ahora había decidido abrirla e ingresar sin más preámbulos en la habitación. Volver de una pesadilla, leí cierta vez, tiene el premio, la recompensa, de que uno se siente nacer de nuevo. A tientas logré estirar una mano hasta la lamparilla de la mesita de noche, produ­je un mínimo de claridad… ¡y Risitas de Oro estaba frente a mí!
–¿Pero qué hace aquí? –solté un alarido, espantado, virándome, arrastrándome sobre los codos hasta el respal­dar de la cama.
–Ay señor, disculpe, usted debe haber tenido un mal sueño. Esta madrugada, cuando lo acompañé a su habita­ción, me dijo que a las diez tenía que dar una conferencia. Usted me insistió en que lo despertara a cualquier costo, entrando incluso a su habitación si fuera necesario.
–¿Yo le dije eso, que debía dar una conferencia a las diez? ¿No era a las diez y media?
–Bueno, no sé, señor, me parece que me dijo las diez.
–¿Y qué hora es ya?
–Las nueve y treinta y cinco, señor.
–¿Y a qué hora termina el desayuno, en el comedor?
–A las diez, señor, si se apresura aún le podemos atender como usted merece.
–Bueno, bueno… –murmuré–, me voy a vestir.
En ese momento me percaté de que tenía abierto el pantalón y que bajo el bóxer se advertía que la imagen de la chica en micro tanga del póster había afectado mi torrente sanguíneo, por decirlo en clave. Era indispensable que Risitas de Oro se fuera de una vez.
–¿A qué hora le arreglamos su habitación, señor? –estaba preguntando él.
–¡Después, después! –lo ahuyenté con ambas manos.
Él, suspicaz, ya le estaba haciendo señas a una mucama que permanecía en el dintel, y ella se esfumó.
El pequeño fulano ya iba para afuera, pasando junto a la puerta del baño, cuando logré darle caza. Lo aferré por los hombros, le di vuelta, lo sacudí con toda mi fuerza.
–¡Pero qué le pasa, señor, deténgase! ¿Qué le pasa?
–Nada…no me pasa nada –lo solté–, sólo quería es­tar seguro.
– ¿Seguro de qué? ¡Por Dios, señor!
–De nada… discúlpeme, y ya váyase, déjeme por favor, de veras, discúlpeme.
Hay datos que se me clavan como espinas en la memoria. Diez y treinta, sí: lo vi en el programa cuando lo imprimí. Después lo metí en algún clasificador del maletín, pero ahora no había tiempo de buscarlo. También está lleno de papeles de la Universidad. Hay un estudiante que me reclamó la nota de un examen y no sé qué lo hice.
Bendito maletín; me urge uno más sencillo. Pero me corto un huevo, es a las diez y treinta. Además lo normal en estos congresos es que ocurran atrasos. Ya deben ser las nueve y treinta y ocho, digamos. Llego al comedor a las y cuarenta y cinco, me tomo algo rápido, ojalá un buen jarro de café. No, ahí no me van a traer jamás un jarro. Pichelito, del que se riega. Pichelito. Cojo bastantes pastelillos y un yogurt. A las diez en punto voy subiendo en el ascensor. A las diez y veinte bañado y vestido; a las diez y media entrada triunfal en el auditorio. ¿De veras se llamará Cóndor II? Eso también está en el programa, pero repito: no hay tiempo de buscarlo. Para qué preocuparme por tonterías, nada más llego al front desk y le pregunto a cualquiera, el Congreso Regional de Gobierno Electrónico, ¿o es Gobierno Digital?, puta, ¿cómo se llama mi congreso?
Todo lo pensé en modo flash, mientras iba de vuelta hacia la cama. Agarraría la camisa, que tenía que estar donde yo la había dejado, al otro extremo de la mega cancha donde hacer el catálogo entero del Kamasutra, me ensartaría los zapatos y saldría como un tiro. A ella me la abotonaría en el pasillo; a ellos me los me amarraría en el ascensor. En eso descubrí algo prodigioso junto a la mesita de noche: unas pantuflas. ¿Serían de mi talla? ¿Me las habría dejado Risitas de Oro mientras me mostraba la habitación? ¿Habrían estado siempre ahí, serían parte del lujoso servicio? ¿Si buscaba encontraría otras medianas y otras pequeñas? No quise saber nada, no quise ya mirar ningún objeto en mi entorno, sólo me las puse, aceptando sin chistar que mis pies se embutieran con deleite en ellas. ¿Se las habrían empacado la antevíspera al hombre cuete? Imposible aclarar tantas interrogantes. Lo único que sé es que por suerte la tarjeta de abrir la puerta estaba en los bolsillos del pantalón, que el cinturón continuaba encima de una de las mesitas nido (¿la pequeña?), que entró dócil en las trabillas, que pude irme abotonando la camisa mientras corría por el pasillo en busca del ascensor.
Varias veces toqué, empujé, estremecí, agazapado en la soledad del recursivo pasillo. A las paredes de mi habi­tación: un codazo fuerte. A la manija de la puerta: un jalón despiadado. Luego otro. Al rodapié: una vulgar patada. Leí que Emerson dijo que el tiempo es perfecta efervescencia de novedad. Añadiría yo que la vigilia es perfecta eferve­cencia de realidad. De dureza. Del sí. Del sí irrefutable que se comprueba con solo chocar el propio cuerpo contra lo que está alrededor. Estrellar las manos, la espalda, estrellar la mirada y la nariz, estrellar el oído contra los ruidos que sirven dóciles a la causa de hacerlo a uno saber que ya no hay ninguna ambivalencia y ahora se encuentra perfectamente despierto.
Desarrollé, hace algún tiempo en ratos de ocio, una técnica que venía en un librito que me prestó una estudiante, y ruego se me disculpe por tanto detalle innecesario, una técnica para memorizar desplazamientos complejos en edificios grandes. Ya sabía, porque así lo registré esa misma madrugada, que debía seguir ir unas quince puertas más por ese pasillo, que ahí encontraría una te, que debería do­blar a la izquierda, otras quince puertas o así, hasta llegar a un vestíbulo con elevadores y escaleras. Corrí tan rápido como es posible hacerlo mientras uno va poniéndose una camisa que está casi nueva y tiene los ojales muy ajustados, tomándome del pasamanos resolví los noventa grados del vértice y redoblé el paso pero al aproximarme al espacio abierto me detuve en seco. Bueno: me detuve tan en seco como se lo permiten a uno un par de pantuflas con suela 300
de felpa que vienen al galope tendido sobre un inmaculado piso de cerámica.
El inventario estaba completo cuando hube recuperado de alguna manera la vertical, ya que no así el aliento: había, a mi derecha, tres macetas con plantas ornamentales. Una grande, una mediana y una pequeña. Cada una de ellas estaba al pie de una ventana: una grande, una mediana y una pequeña. Cerca del borde de la pared, donde ésta terminaba para dar lugar al lobby de los elevadores, había tres interruptores de luz. Uno grande, uno mediano y uno pequeño. El decorador, o decoradora, había hecho fiesta con la nota china: en el techo y paredes había lámparas de rojo con dorado. En tríos, claro: grande, mediana y pequeña. Una profusión insensata. Di unos pasos más hacia el ascensor, trastabillando. Me sentía dispuesto a huir. A toda costa y hacia ninguna parte, pero huir. No era uno: eran tres. Y sus puertas: lo que ya tanto he repetido. Desesperado di vuelta en redondo, para regresar al pasillo y desaparecer por él. ¿Regresar a mi habitación? ¿Correr hasta que terminara, si es que terminaba en algún balcón? ¿Asomarme entonces al vacío?

Lo intenté pero una vez más tuve que frenar en seco, y esta vez estuve a punto de irme de bruces. Al fondo –si es que ese pasillo tenía fondo–, diminuta, infinitamente di­minuta, se balanceaba corvetas, progresando hacia mí, la implacable silueta de Risitas de Oro.


Rodolfo Arias Formoso nació en San José en 1956. Es licenciado en Computación e Informática de la UCR. Profesor en dicha universidad (1977-2010) y Consultor en Informática, con especialidad en informática jurídica y con experiencia en muchos países de Latinoamérica. Ajedrecista de la primera división nacional, integrante de la selección de Costa Rica en la Olimpiada Ajedrecística de Turín, 2006. Su carrera literaria se inició con la novela “El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, ganadora de Mención Honorífica en el certamen Valle Inclán, convocado por EDUCA (Editorial Universitaria Centroamericana) en 1989. Esta novela, publicada por primera vez en 1991, ha sido reeditada en varias ocasiones y se ha convertido en una referencia obligatoria dentro de la literatura costarricense contemporánea, vista su audaz estructura y tratamiento del lenguaje popular del país. En 1996 publicó una novela corta, “Vamos para Panamá”, reeditada en 2001, la cual recibió muy positiva crítica en los círculos literarios nacionales, y en 2007 su tercera novela, “Te llevaré en mis ojos”, premio nacional Aquileo Echeverría, en ese género, y en ese mismo año 2007. El mismo galardón, en rama de cuento, lo recibió en el 2010 por “La Madriguera”, una recopilación de su producción en narración corta, con diversidad de temas y texturas.




Vernor Muñoz - El orgasmo del rinoceronte amarillo

$
0
0
Alberto DureroRinoceronte (1515, dibujo a tinta sobre papel), Museo Británico, Londres

Un mínimo bestiario, dos delicados divertimentos, son los dos textos que Vernor Muñoz comparte en el Signo Roto.


El orgasmo del rinoceronte amarillo

Se sabe desde épocas remotas, que los rinocerontes amarillos llegan al orgasmo solo después de prolongadísimas y dificultosas travesías por las más duras elucubraciones instintivo-genitales.

Estas constituyen, por lo demás, el sustento vital más importante en la existencia de la especie.  Solamente por medio de constantes orgasmos puede el rinoceronte amarillo alcanzar un nivel aceptable de vida en su reducida comunidad.

Las elucubraciones instintivo-genitales son, a diferencia de lo que suele imaginarse, procesos vitales subordinados a impulsos de la rudimentaria masa encefálica de estos artiodáctilos superiores.

La dificultad resulta de la cadena metabólica invertida que sintetiza de manera equívoca el ADN eocénico, único en estos vertebrados.  De esta manera podemos observar un claro error de la Naturaleza pues, alevosamente, proveyó de un sistema reproductor compungido y tardío a esta especie tan sufrida.

La observación también demuestra que las patas traseras juegan un papel importantísimo en la consumación del orgasmo, a saber: en el roce térmico que lo posibilita, la pata derecha debe efectuar genuflexiones arrítmicas con el objetivo de presionar el abdomen que, a su vez, estira los tendones de la región ásmica logrando de tal forma estimular las zonas erógenas más importantes.  La pata izquierda, por su parte, sirve de sostén muscular en el proceso al tiempo que el surco esofágico es desviado de la curvatura menor hasta la incisura angular del bazo.

Por último, una vez consumada la etapa primaria, que los estudiosos han convenido en denominar diacodexis palaeodonta pregenitaleae, el rinoceronte amarillo se encuentra ya dispuesto y posibilitado para la cópula.  Para ello, la hembra debe extender con el hocico el poderoso músculo pterigoideo que cubre la vulva mientras estimula las articulaciones rotativas naviculares que obstruyen la cavidad vaginal.

Por lo general la cópula no puede durar más de ocho segundos ya que los segmentos óseos del coxis son muy frágiles y susceptibles de ser destrozados con facilidad.

Al final, tanto hembra como macho entran en un periodo de hibernación que se extiende invariablemente de nueve a veintiséis días.

Es importante reconocer las características sui generis que poseen estos animales en relación con el tema, tan controvertido y velado, de la fisiología, para comprender que la Creación muchas veces es elitista, parcializada e inescrupulosa con algunos sectores marginales de la fauna.


La diferencia

Dedujo de inmediato que se trataba de uno perteneciente a la familia de los parpectus orlotieneos.

Era inconfundible esa habilidad de la naturaleza al trazar líneas entrecruzadas, de tal forma que la parte izquierda quedaba mirando siempre hacia arriba (poniéndola en dirección de la roca grande que está a la orilla del árbol).  Sus pequeñas cavernuzcas aparecían como de sorpresa, similares a un moblaje de ébanos.

Penetrando ahora, en la parte funcional, pudo comprobar que era puramente ictiófago.  Su mirada viperina se consumía en el oxígeno, al parecer, queriendo detener las corrientes del aire salado.

Libaba sus músculos bucales y su grávido medio se retorcía pidiendo una libertad tan obstinadamente superficial, que no tuvo más remedio que frotarle la parte posterior con la yema del índice, muy similar a un transistor.

¡Claro!  No valía la pena llevarlo a casa con los otros parpectus orlotieneos, pues éstos eran además del nordeste del país.  Los del nordeste tienen un tubérculo rosado en medio de la cavernuzca occipital.  Este otro no tenía tubérculo rosado.  Ni siquiera uno pequeñito.  En verdad, no tenía tubérculo.

Dedujo de inmediato que se trataba de uno perteneciente a la familia de los parpectus orlotieneos sin tubérculo.

Lo tomó, entonces, por la región cascótica y lo lanzó fuertemente hacia atrás.


Vernor Muñoz Villalobos. Escritor y activista costarricense de los derechos humanos.

Hizo estudios de grado en Literatura y Derecho, de especialización en Derechos Humanos y posgrados de Filosofía y Educación.

Su experiencia profesional incluye el trabajo como profesor universitario y defensor de los derechos de la población penitenciaria y de otros grupos vulnerables.

Su labor creativa se ha extendido a la producción y composición musical, a la educación no formal y a los procesos de investigación participativa.

Publicó Flor con llave (1989, poesía) y es coautor de Para no cansarlos con el cuento (1989, narrativa), De la ciudad y el chinamo (1996, ensayo), Ciudad Mundi (2000, ensayo), Infinita razón de los sueños (2005, narrativa), Como ríe la Luna (2015, novela) entre otras.

En el 2005 fue galardonado con el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en Cuento, por su obra Infinita razón de los sueños, (Editorial Costa Rica, 2005).



            

El viento viejo – Francisco Zúñiga Díaz

$
0
0


“El viento viejo” tiene algunos cuentos de los mejores que se han escrito en nuestra patria. De este libro emerge Francisco Zúñiga Díaz como uno de nuestros mejores narradores, superándose en su oficio constantemente, y dándole a su trabajo literario esa dignidad y esa claridad tan difícil de encontrar en nuestra literatura contemporánea.”
Alfonso Chase.


El viento viejo publicado por la editorial Costa Rica en 1978 es la cuarta entrega de narrativa de Francisco Zúñiga Díaz. Libro de microrrelatos si se quiere, prácticamente la totalidad de sus veintitrés narraciones no supera la extensión de una página.

Para los lectores costarricenses de entonces supuso también la oportunidad de leer por primera vez los cuentos “La fiesta” y “Efraín Soto P.” que ya habían aparecido en su volumen de cuentos “La mala cosecha” impreso en Chile en 1967 y que el autor incorpora en este volumen.

Hoy para nosotros, “El viento viejo” es una muestra de mesura narrativa, diminutas estampas compuestas de una prosa que llamaríamos “preciosista”, apenas cuentos, apenas esbozos de mundos idos y distantes, pero vibrantes en su humanidad familiar y reconocible.

Y algo más, el ya evidente despliegue de Francisco Zúñiga Díaz como el definitivo maestro de la narrativa humorística costarricense. Algo que quedará patente más adelante en el desarrollo de su obra posterior en “La encerrona de la Chupeta” y “Los cuentos de Tamuga” que precisamente es en este volumen de cuentos que reseñamos en que aparece este ingenuo y simpático personaje por vez primera en un relato que apenas es un chiste, una travesura bien contada, pero que atrapa, igual que la relajada picardía de los textos aquí seleccionados como “La inmortalidad de don Servando”, “El Trueque”, “El apodo de Juan Soto”, y “El alegre novenario de don Críspulo”. En suma, tenemos aquí algo menos de la típica gravedad y patetismo del realismo costarricense usual, un tratamiento lingüístico impecable, textos que pese a su entorno se vuelven humanos, universales e intemporales, como suele serlo la buena literatura.

Ahora solo queda guiñar el ojo y disfrutar de esta breve muestra.

Germán Hernández.



El viento viejo

El verano descuelga tardes de colores. Por el cielo, volando encaprichados, brisas, hojas y barriletes. Un montoncillo de polvo se diluye en un remolino y el eco dispersa la algarabía de trompos, canicas y rayuelas. Para elevar el barrilete se necesita al viento, que está muy alto, de seguro. O vendrá desde lejos, de la montaña, desde más allá del potrero, por Nances o por Peñas Blancas. Y los chiquillos de Juan Mena y los otros, todos, comenzamos a llamar al viento: "Julián, Julián, vení a beber café con pan"
Y Julián, el viento, da su lengüetazo bajo y alborota las hojas de la calle del verano. Y se eleva y con él el barrilete, las sonrisas, el ensueño.
Julián es el viento. ¿Por qué? ¿Nos importa saberlo? Y Julián también es Julián, el viejo sucio que llega a la pulpería de Raúl cuando le da la gana.
Este Julián talvez es el viento. Viene astroso y desgreñado, como si hubiese llegado descolgándose de la montaña y llega como respuesta a nuestro grito de adentro, a nuestra súplica para que traiga al viento, o venga con el viento a encumbrar nuestro barrilete.
Trae el pelo blanco y largo y despeinado, tal vez de revolverse entre las ramas. ¿Sus barbas canosas no son, acaso, barbas de viento? ¿Las historias que cuenta, de muertos y aparecidos, de alegrías y tragedias, no llegan a nosotros envueltas en los remolinos de su barba viento?
Se va Julián, de regreso, porque ya hizo verano. Retorna sucio y desgreñado y va a recurtirse a las montañas. Nos deja el molino de sus cuentos, que reconcomen y reconcomen hasta obligarnos a contarlos.


Tamuga

En el recreo o en clase —y más en clase— Tamuga era el problema.
¿Qué una diablura?: Tamuga. ¿Qué un alboroto?: Tamuga. ¿Qué un nuevo apodo?: Tamuga
Y la fama de Tamuga —la de malo, que la de bueno no trasciende— se saltó las cercas de la escuela y circuló, con viento a favor, por todo el pueblo.
"...que no te juntes con Tamuga". "...Que me pegó Tamuga". "...Que es que Tamuga me quitó el cuaderno y escribió unas malacrianzas y la maestra, por eso, me dejó arrestado".
Y Tamuga por aquí y Tamuga por allá.
Doña Tomasa aumentó sus preocupaciones de madre, que eran como una gran colcha remendada con problemas, tendida en la extensión del estar lidiando todo el día con chiquillos. Y por las dudas le dijo a Josecito:
—Mire, mijito. Yo le recomiendo una cosa: por el amor de Dios', por lo que más quiera, no se junte con ese Tamuga.
Y Josecito se quedó cariacontecido. Muy temeroso ante la nueva prohibición, sumada al no moleste al gato, al no le tire piedras al palo de cas, al no se ensucie porque esa camisa se la tiene que poner mañana, no tuvo más remedio, por primera vez porque doña Tomasa no aceptaba réplicas, que salir en defensa de Tamuga.
 Y lo dijo con temor y sorprendido:
—Pero mamá... Si Tamuga es mi hermano Carlos. Es que le dicen Tamuga en la escuela.


La inmortalidad de don Servando

El perdurar es una de las ilusiones de todo ser humano. La sabiduría oriental comprime esta inquietud filosófica, sin complicaciones ni conjeturas sobre el más allá y la inmortalidad del alma, en su máxima de plantar un árbol, tener un hijo y escribir en libro.
Los tres pedimentos son silos: el árbol florecerá y se hará semillero. El hijo también. Suponemos que con el libro sucede algo semejante.
Pero el perdurar también se apuntala en la lápida, en la tumba, en el epitafio.
Don Servando fue un burgués redomado. Vivió dentro de la opulencia: casas de recreo cerca del mar y en las montañas, viajes a Europa, automóviles, dinero y un sin fin más de aditamentos terrenales.
Por haber saboreado todos los placeres del mundo quiso —y es muy explicable su deseo— perdurar en la vida eterna. No aspiraba ni a estatuas ni a mausoleos, que la pátina del tiempo opaca; ni a honores que el viento y el olvido, irresponsablemente, desbaratan. Quería no más una tumba en un cementerio residencial.
Se hace necesario aclarar: en los cementerios, al igual que en los aviones y en los trasatlánticos, hay sitios de primera. Y si uno vive con comodidades no debe ser sepultado, cuando le guiñe un ojo la parca, en cualquier sitio. Don Servando escogió un cementerio de primera, de gente de sociedad, en donde descansaría hasta la consumación de los siglos.
Y enamorado de la belleza y el bienestar, dispuso dos cosas en su testamento: que lo inhumaran en "El Vergel de la Inmortalidad" pues ese había sido el cementerio escogido, y que plantaran un jacaranda para que el verano adornase con su color lila su nueva residencia.
Los hijos cumplieron los últimos deseos de don Servando: compraron el lote en El Vergel y sembraron el árbol de jacaranda. Después, al filo de la última palada, se repartieron los bienes dejados por el difunto.
En "El Vergel de la Inmortalidad" el valor del metro cuadrado es más caro que en el cielo y los descendientes —de por sí don Servando no se daría cuenta— compraron nada más que lo indispensable: media vara cuadrada de tierra.
Y don Servando fue sepultado ahí, de pie. No cabía en otra forma. El árbol de jacaranda, una vez crecido, empujaría las raíces hacia adentro y del opulento don Servando quedarían unos huesos triturados, incrustados como astillas en las raíces.
El viento, en la haraganería de los veranos, travesearía entre las frondas, hasta desvanecerse en una lluvia pertinaz de pétalos lilas.


El trueque

El inicio del invierno hizo que le picara más la comezón a Evaristo, como cuando después del primer aguacero comienzan los brotecillos a rascar la tierra.
El olor de invierno recién nacido jugó de ariete para hincharle su amor, mejor dicho su apego a Mercedes, que le retoñaba como si le echara hijuelas.
Y entonces habló con Rafael:
 —Vos sabés —le dijo—. Estamos en algo equivocado. Vos siempre te has entendido con Chepa y yo con Mercedes. Ninguna de las dos parejas está casada como Dios manda.
Rafael entendió y dijo que sí, pues para él en realidad, era más razonable que Chepa se viniera para su casa y Mercedes se trasladara a la de Evaristo.
—Para los cuatro es más conveniente —dijo como única respuesta.
Un arcoiris colocó metáfora en la escena y vació sus colores en la hondonada.
Y se hizo el trueque: Chepa se fue con sus pertenencias y sus chiquillos para la casa de Rafael y Mercedes, con sus chuicas e hijos, para la de Evaristo.
Y lo que nunca había pasado sucedió: Evaristo y Rafael se enemistaron por primera vez y por poco y si no interviene la autoridad, un machetazo hubiese orlado de luto la comprensión de los dos hombres.
—Que me jodió, me jodió —decía Evaristo en la taquilla.
—Fue un trato chueco: ¿No ven que Mercedes se trajo los siete chiquillos que tenía? Yo, porque el asunto se había arreglado bien, ni me di cuenta que Chepa tenía seis ¡Una boca es una boca!
Como ya era verano, una ráfaga llena de polvo y hojas secas puso punto final a la escena.


El apodo de Juan Soto

El culo roto era lo que más lo sulfuraba. Ante el grito insultante ya él tenía preparado —y lo soltaba fácilmente— el suyo, eco que se iba perdiendo, calle arriba, propiciado por la réplica del chiquillo, o del viejo, que majaderiaba por la joda o el vacilón.
Las tardes se recostaban casi agotadas de tanto sol del mediodía y una brisa, casi fresca, jugueteaba entre las rayuelas y la mancha brava, la gritería de los chiquillos y el transcurrir lento, monótono, de los días.
Y se sabía de Juan Soto porque lo precedía siempre —y se alejaba después de su paso— el grito modulado y tendencioso hecho con bocina de manos o altoparlante de gargantas:
"Juan Soto, culo roto... Juan Soto, culo roto..."
Y la respuesta, también modulada pero sí defensiva, e insultante, desde luego, de "roto lo tiene tu madre, hijueputa... roto lo tiene tu madre, hijueputa..."
 Este transcurrir de Juan Soto, en este pueblo en particular, no tiene ninguna novedad porque es repetición de un personaje y otro pueblo. El ataque y la réplica son similares, aquí y allá. Y, además, todo en la vida aburre y cansa. Surge, de pronto, algo más interesante. Incluso la incursión de otro personaje que arrincona a Juan Soto, porque sí, porque se hizo un chisme grande con la Muda, que contó, por señas, a todo el pueblo y con lujo de detalles, que el Alcalde se había acostado con ella, porque Manolo Torres la empezó desde hace días y hoy es espectáculo de borrachera en media calle, porque en la variedad, que caray, está el gusto.
Y solo, muy allá de cuando en vez, surgía como eco que fue aprisionado por la ocurrencia de que Juan Soto pasaba, el hiriente y puntiagudo Juan Soto, culo roto y roto lo tiene tu madre, hijueputa. Y Juan Soto respondía ya solo al Soto y cualquiera decía ¡Soooto! y el roto lo tiene tu madre salía, sin dificultad, espontáneo, casi respirado de lo fácil que se decía.
Y Juan Soto se murió y eso no es ninguna novedad si consideramos que se muere hasta la gente bien importante. La Municipalidad, o los vicentinos, o alguien caritativo pagó el entierro y puso una cruz en la tumba de tierra y un dos de noviembre, cuando se pintan las sepulturas y se rotulan, para que la gente que visita el cementerio tome nota de que los deudos cuidan de la memoria de los fieles difuntos, la Municipalidad, o los vicentinos, o alguien caritativo rotuló la cruz, en el travesaño, con el nombre Juan Soto.
Nadie supo quién, pero el dos de noviembre después de la misa en el cementerio, cuando la gente se desplaza por las callecillas para ir a ver cómo está la tumba de mamá y poner una corona de flores de papel, pudo verse el homenaje póstumo para el infortunado Juan Soto, pues a la par de la mención de su nombre Juan Soto alguien, también con pintura negra, había escrito culo roto.
Algunos sonrieron por la broma de mala entraña y pasaron, a ver otras tumbas, como si nada. Pero un chiquillo, que había molestado en vida al difunto, más por espíritu de copia que por intención, sí consideró y lo lamentó muy profundamente, que no había sido considerado el autor del agregado al nombre, al no darle al pobre de Juan Soto la oportunidad de la respuesta.
El panteonero, al día siguiente, molesto suficientemente por la falta de respeto a un difunto, pasó un brochazo blanco al agregado y también, desde luego, al que fue puesto, de seguro ya muy tarde el día de difuntos y que decía roto lo tiene tu madre, hijueputa, con una letra temblorosa de rasgos infantiles.


El alegre novenario de don Críspulo

La vida, con todos sus contrarios, se manifestaba en los dos sentidos más usuales en la casa de don Críspulo Montero. Se podría aplicar el aforismo popular —y ello nos coloca en la definición justa— de que el muerto al hoyo y el vivo al pollo.
 La familia, es menester reconocerlo, se preocupaba. Y no para menos porque una vela siempre trae sus dificultades, máxime si a ella se le agrega el novenario, con tanto deudo, amigo, vecino y conocido que atender.
Se dispuso en la cocina, como primera medida, matar al chancho. Lorenza haría tamales, la Chola se encargaría de las tortillas porque se las jala perfectas y... ¡con chancho, ni hablar! Roque tendría bajo su cuidado el guaro, pues él, mejor que nadie, conocía en donde puede conseguirse el mejor charral.
Por su parte don Críspulo, en el cuarto contiguo, no comulgaba con la idea de hacer de difunto en la fiesta. ¡Papel más ingrato y secundario! Como estaba por decidirse si entregaba o no su alma al creador, mientras esperaba a la parca escuchaba, quién no, si era algazara, toda la alegría, de los preparativos de su muerte, hasta el punto de que se le hizo la boca agua, se levantó, llegó a la cocina y dijo: "Muchachas, hacemos la fiesta pero con yo vivo. Háganse a un lado, puñeteras, que esto lo dirijo yo".
Tiró a un lado su enfermedad, que ante tan inusitada energía corrió con el rabo entre las piernas y empezó a disponer el festín.
Mataron al chancho y se cumplieron todos los etcéteras, acrecentados ahora por el entusiasmo del que fue aspirante a difunto, nada menos que don Críspulo Montero, que para las parrandas era el más pintado del pueblo.
Se hartó el viejo. Comió como nunca había comido en su vida, tomando en cuenta que siempre había sido de lo más comelón y antojado.
Y no podía ser para menos. El desarreglo tal vez, el comer en demasía posiblemente. Quizá la manteca de cerdo que se tiene sus atributos, o el guaro, o quién sabe qué. Lo cierto es que don Críspulo, después de la fiesta, que se extendió por nueve días más porque de por sí habían planeado novenario, se curó completamente. Más roble era ahora de lo que había sido.
Y desde ese momento —lo dice ahora después de veinte años del festarrón de su vela— en mi casa no se planearon fiestas para mí como difunto. Yo mismo establecí ya el programa que debe cumplirse si alguna vez me muero, porque todo puede suceder sobre todo si se toma en cuenta que ya me están coleando los cien años.
¿A qué va eso de parranda cuando se muere un difunto? Lo que exijo es oración, misas, meditación. Mucho respeto y pesar y nada de cosas mundanas.
De todas maneras el testamento los obligará a cumplir mi deseo. Si no, todo lo que tengo pasa a la Junta de Caridad. ¿Cómo puede ocurrírseles hacer fiesta si yo no estoy vivo?


El recuerdo

La pasión de Emérita fue Manuel. No se casaron nunca y cada uno cogió su propio camino.
Manuel, mejor dicho, tomó su rumbo. Emérita no, que siguió siendo la misma. Podemos afirmar que ni siquiera se quedó para vestir santos, porque lo que tenía el caserío era apenas una ermita con solo un santo patrono, visitada muy casi nunca por el párroco del pueblo vecino, vecino si colocamos en el medio doce kilómetros de barreales.
El problema del quiebre del noviazgo puede considerarse ahora, catorce años después, intrascendente. Caprichos, exigencias, celillos tontos de muchacha nueva, que le reclamaba exclusividad a Manuel cuando Manuel, es muy cierta la afirmación, se moría solo por ella.
Las malas lenguas del chisme que le adosaron un romance con una vecina algo pispireta. La decisión voluntariosa de Emérita, que no quiso seguir jalando y la resolución intempestiva, infantil tal vez, de Manuel, que se largó para la zona bananera a buscar vida, dijo él, cuando era para infringirle a Emérita un castigo, que caía sobre él mismo con igual grosería.
Se repletó de recuerdos, más intensos por la distancia, la pasión de Manuel. El animal de la cabanga de le hizo majadero y le carcomía más que más a menudo, hasta a impulsarle, con tal de atenuaría, a rejuntarse con una morenilla de la zona, que no exigía siquiera matrimonio por que ignoraba que esa cosa existía.
Emérita rumió, como se dice, su desconsuelo. No hubo manera entre varios intentos de muchachos del caserío que la veían con buenos ojos, de que ella quisiese sustituir el amor de Manuel, que era un matapalo colocado —penetrado diríamos— en su corazón. Siguió soltera, macerando sus sentimientos, ya casi recuerdos agradables de tanto repasarlos, pero sin ninguna posibilidad de borrón para quedar libre.
Manuel y la morena, en definitiva, no cuajaron ni en continuidad ni en hijos. Como no se entendieron decidieron dejarse, sin ninguna pena y sin ninguna alegría y el tiempo, que casi nunca es bálsamo, no tuvo la ocurrencia de cicatrizar recuerdos.
Y un día de tantos, un montón de años después como queda dicho, regresó Manuel al caserío. Saludó a los que ya eran viejos, conoció a mucha gente nueva que eran los chiquillos de su tiempo y contó historias sobre los bananales y los problemas de allá. Emérita, por supuesto, se enteró inmediatamente. El diapasón de los límites del caserío recogía cada pulsación extraña al segundo y el regreso de Manuel fue extraño, indiscutiblemente, porque no tenía, es un hecho, nada que hacer ahí. No era nativo del caserío porque llegó ya con sus dieciocho años. No tenía ni familiares ni bienes. Había más vida en otros sitios.
Manuel buscó a Emérita. Se saludaron cordialmente y conversaron de muchas cosas, menos del recuerdo.
Se despidieron también cordialmente y él, después de despedirse de sus conocidos, arrumbó de nuevo a los bananales, a buscar vida, dijo él, cuando era para sepultar, ya para siempre, un recuerdo muy agradable que ya no tenía razón de existir.



Viewing all 263 articles
Browse latest View live